Al margen de si el intelectual consigue o no cambiar la sociedad, o aportar algo a su transformación (hoy, todo lo más, esto último parece manifestarse de forma tenue o «indirecta»), una función intelectual se revela cuando menos necesaria, esto es, dar explicaciones de manera más convincente respecto de los grandes conceptos o temas de nuestro tiempo. El intelectual hoy, aturdido entre tantas declaraciones de derechos que existen, no encuentra qué afirmar o negar. Una oportuna cita de un precepto legal, a tiempo por un jurista atento, cumple mejor esa función. No podrá el intelectual sino llegar a la afirmación de los mismos valores que sustentan la sociedad, plasmados generalmente en constituciones. Pero lo hará con un método distinto, alambicado, discursivo, de idas y venidas con las ideas; hará ver las razones de la idea opuesta aunque finalmente terminemos negándola porque ha de ser así; mostrará aquello que dejamos a un lado mediante la afirmación de eso otro más lógico o seguro que termina imponiéndose. Su función es proporcionar medios distintos de los habituales, de explicación de la realidad existente, de forma generalmente algo más profunda o certera.

Abrir caminos diferentes o propios, aptos para ese colectivo que no se conforma con las nociones simples y que necesita de alimentarse de mayores contenidos. Sólo así, en el fondo, la sociedad y los grandes conceptos que la sustentan, podrán avanzar. El intelectual ha de partir de la duda inicial, pero no, como es tan habitual, de forma solo aparente, para terminar reafirmando una postura preconcebida o parcial. El escepticismo de base, en caso de ser ésta su actitud (bastante arraigada), ha de ser genuino y no referido solo a algunas partes del todo. El problema del mundo intelectual, como todo lo inmaterial o artístico o relacionado con el pensamiento, es la facilidad con que lo verdadero puede ser falso o lo falso verdadero, la posible falta de autenticidad, la contaminación de sus propias bases. En este ámbito no es sencillo evaluar los resultados, a diferencia de lo que ocurre en otros oficios, lo que puede dar lugar a situaciones complejas.

Pero hay otra dimensión de lo intelectual, más individual, que se proyecta sobre la realidad en general, de tipo más trascendente, pudiendo primar la causación de una sensación -o incluso emoción- sobre la coherencia misma de la palabra o su sentido literal. Un día, como aquel personaje literario cuya realidad había cambiado al despertarse una mañana cualquiera, uno se pregunta por el sentido de esa sensación (innegable como realidad) que le produce una audición musical (sensación-arte) pero que no encuentra de igual forma o tan fácilmente en la realidad inmediata de las cosas; y contempla o mira entonces de otra forma esta otra realidad material, pasando a interesarse por ella en tanto en cuanto produzca unas sensaciones similares respecto de aquellas que le aportan este nuevo método o dimensión, trasladando aquella realidad-arte a la realidad misma. Y observa cómo todo esto nuevo, pura y genuinamente intelectual, es una forma en el fondo de espiritualidad al aportar un sentido trascendente y emotivo de algo que existe pero no se deja ver.

En todo caso, está en marcha entonces un proceso de enriquecimiento personal que proporciona al mismo tiempo un mayor disfrute y profundidad. Pero, a diferencia de otras formas de trascender o completar la realidad misma, esta forma de espiritualidad es especialmente accesible, al producirse con el simple contacto con la cultura en su sentido más amplio, no estando siquiera el quid tanto en el creador artístico como en la simple experimentación, por todos, de esa posible sensación. Surge así el intelectual genuino. Lo intelectual tiene futuro porque sus dimensiones están aún por explorar.