Al lector que haya seguido mis últimas reflexiones en este foro no le sorprenderá que siga ocupándome de la gran contradicción de la izquierda española y valenciana: nunca, desde hace lustros, ha estado más cerca de un éxito que refleje su rica pluralidad y, a la vez, nunca ha estado más nerviosa, perpleja y aturdida. Un ejercicio de humorismo nos llevaría a la conclusión de que, aceptada esa tesis, lo mejor es perseverar en la confusión. Pero las cosas no son tan sencillas porque la conclusión de lo expuesto puede traer nuevas frustraciones o victorias efímeras que anulen la posibilidad, por muchos años, de formar gobiernos sólidos y competentes que acometan los cambios necesarios. No debe sorprendernos: hay una gran parte de electores de izquierdas y, lo que es peor, de irresponsables líderes, que confunden la victoria con infligir daño a la derecha, incluyendo a veces en ésta a sectores percibidos socialmente como de izquierdas y que serán imprescindibles para pactar. Ello significa una entrega clamorosa a lo ilusorio. Un ejemplo: nunca se ha hablado tanto de República, pero eso no significa que, en realidad, se esté más cerca de derribar a la monarquía y si así fuera nos encontraríamos en la tesitura de no saber qué República es la deseable. A algunos les puede encantar esta perspectiva, romántica y aventurera, pero deberán aceptar que a otros les preocupe que, en ese clima, quienes más pierdan sean los sectores debilitados por una crisis que para buena parte de la izquierda parece haber concluido con estos entretenimientos. De la misma manera la exigencia de «procesos constituyentes» -así, sorprendentemente en plural, se pidió en una manifestación en València- oculta la necesidad imperiosa de definir acuerdos factibles de futuros gobiernos que, a la vez, puedan dirigir un proceso sensato y factible para construir el consenso en torno a una fuerte reforma constitucional. Salvo que alguien imagine un proceso constituyente como la llegada de un líder con pétreas tablas en sus manos, recibidas de Dios mientras el pueblo, muy soberano, le espera en asamblea permanente. Por otra parte, el aún principal partido de la izquierda, el una vez (pre)potente PSOE, navega de sus penas a sus lamentos, buscando unas primarias salvadoras, un líder tan fuerte como una jaculatoria. Y así vamos: más populistas que nunca, más solícitos con los carismas que jamás. Vivimos confiados en la magia de las palabras antes que en la consistencia de los hechos. Por imperativo legal, debe ser.

En ese esquema hay un hecho muy significativo: las izquierdas han renunciado a su Historia. Para algunos, se diría, sólo son salvables un par de años de la II República. Y ni aún eso, ya que la CNT y su entorno anarquista, el principal grupo del movimiento obrero, se mostró insensible a la proclamación del 14 de abril y ese mismo día el PCE convocó una manifestación en Madrid con el lema brillantísimo de «¡Muera la República burguesa!». Algunos grupos han asociado la memoria histórica con el justo culto a las víctimas, pero apenas glosan a los luchadores que sobrevivieron, a los que vencieron a una Dictadura que no pudo reproducirse. Porque esos, desde 1956, más o menos, combatieron por la reconciliación como camino a la democracia, algo que, hoy, para sus proclamados sucesores, es anatema, traición. Así que cuando hay que hablar de la Transición algunos niegan su mera existencia, las victorias posibles de la izquierda en el marco de una determinada correlación de fuerzas y desde la generosidad. Parece que todo eso, y la escuela pública, la multiplicación de universitarios, la metamorfosis de las Fuerzas Armadas, la red hospitalaria o los tremendos cambios culturales en un sentido igualitario y antijerárquico, han sido regalos de unos poderes lampedusianos, inmutables. Ni sindicalistas, ni feministas, ni izquierdistas estuvieron «allí». He oído decir a parlamentarios y otros cuadros políticos que desde el día en que murió Franco pactaron los dos grandes partidos -los actuales? con UCD no saben qué hacer y del fracaso de AP y de la extrema derecha no saben, no contestan- una línea que llevara hasta la actual especulación y despilfarro, pasando por una Constitución penosa. En ese esquema la izquierda no ha estado viva en 40 años de democracia: no luchó -unas u otras- contra la OTAN ni contra la Guerra de Irak, no se ilusionó con el ingreso en las instituciones europeas, no defendió victoriosamente la regulación de infinidad de derechos. No. La izquierda tiene todo el derecho del mundo a sentirse orgullosa: por lo que ganó y porque dio batallas imprescindibles, empezando por contribuir a dotar a España de una buena Constitución en sus rasgos generales. Es absurdo e insolidario con los compañeros caídos negar la propia historia: lo inteligente es diferenciar el marco de la Transición y del periodo constituyente, que ha agotado su potencial principal, y la cultura política que se ha desarrollado entre todos, dependiente de muchos factores. Del desarrollo del capitalismo, por ejemplo, dicho sea sin ánimo de molestar. Y todo eso sin olvidar que la política, ay, es cosa de seres humanos y no de ángeles, confusión que suele llevar a la melancolía.

La renuncia a la Historia supone el menoscabo de unas señas de identidad complejas pero básicas para reconstruir discursos en la nueva fase que se abre. Pero quien abdica de la Historia, quien se recrea en el analfabetismo histórico -«¡de la ignorancia nunca salió nada bueno!», dijo una vez un tal Marx- para suscribir tópicos y lemas de moda, contrae el tiempo: si por detrás se queda sin retaguardia, por delante reduce el período de lo posible a un presunto, vago y aniquilado lapso al que es fácil denominar «utópico» pero que, en realidad, es un tiempo en el que sólo caben derrotas en los grandes temas, barricadas a la defensiva, renuncia a las transformaciones. Bellas noches electorales, quizá, pero amargos amaneceres. La falta de un tiempo propio está ahogando a las izquierdas: entre las prisas de unos y la parsimonia total de otros, vivimos instalados en un presente eterno en el que renunciar al pensamiento estratégico y a aquella vieja bandera llamada progresismo. Pero nos hace mucha ilusión ser tremendamente pesimistas. Así, seguro, no nos equivocamos. Que gobierne la Providencia. O la derecha. Total?