Mis dos conspicuos y avisados lectores -seguramente ella más que él- estarán preguntándose a estas horas de la mañana y quizás también a media tarde, si el debate entre monarquía y república va más allá de la mera formulación estética que está exigiendo la violenta estética callejera en la que se han instalado los partidos y grupos políticos más allá de la izquierda y de la extrema izquierda (incluidos okupas, antisistemas, anarquistas reciclados, nihilistas deconstruidos por Jacques Derrida y otras patologías recidivas de la enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, Lenin dixit), o por el contrario se corresponde con una necesidad vital que afecta a la sociedad española mayoritariamente, y digo mayoritariamente porque ciertas minorías iconoclastas de nuestra izquierda reconstruida tienen a gala poseer la verdad e imponérsela al resto de la población por ignorante, bodoque y poco iluminada. Así que ya lo saben, mayorías paletas, o se compran el «kit» del buen izquierdista (si no lo encuentran porque está agotado en España podemos proporcionarle el kit bolivariano o el parco, pero igualitario, conjunto de moda en Corea del Norte) o podemos tener un lío más allá del bien y del mal sin que Nietzsche se entere. Están avistados.

El mayor problema que tiene ahora mismo España, incluida Cataluña y el País Vasco es, sin lugar a dudas, la forma de Estado, o por decirlo de otra forma, la Monarquía. Ni el paro, ni la crisis, ni la corrupción, ni los partidos políticos, ni los sindicatos, ni la fuga al extranjero de jóvenes españoles, ni los sueldos por los suelos, ni la ausencia de ética, ni los integrismos religiosos que día a día se van asentando en nuestras calles y ciudades sin que nadie los cuestione, incluido el feminismo de salón, tan mudo con esos integrismos religiosos que tan gravemente atentan contra los derechos de la mujer (por cierto, ¿para cuándo una manifestación de ese feminismo frente a las embajadas de países de corte religioso integrista donde los derechos de la mujer son pisoteados?), ni las hipotecas, ni los desahucios, ni los recortes en sanidad, ni las paupérrimas pensiones, ni tantas cosas por las que hasta hace unas semanas no paraban de manifestarse los mismos y las mismas que ahora, casualmente, no ven más problema en España que la Monarquía, ni más solución a esos problemas que la proclamación de la Tercera República.

Y miren ustedes por donde, yo pensaba consultarle este arduo dilema a Podemos, pero al parecer no pueden ahora resolverlo porque tampoco pueden resolver el dilema en el que está sumida la formación asamblearia al pretender su cúpula dirigente (¿podemos llamarla casta o no podemos?) una estructura más rígida, más en el estilo de líderes bolivarianos o arquetipos históricos del socialismo en un solo país, como la Unión Soviética de antaño. Las bases, los círculos concéntricos y periféricos de Podemos, han dicho no, «o jugamos todos o se rompe la baraja». Resulta que el «apparatchik» de la formación, solos o en compañía de otros, pretende instalarse en la cúpula como guía iluminada que dirije a la plebe y, según dicen, «para evitar un golpe de estado interno», argumento que no solo huele rancio, sino que se ha utilizado a lo largo de la Historia para propiciar las purgas más notables de la otra historia. Pero hete aquí que la base proletaria de Podemos, esa que se sienta en el suelo de los garajes y los descampados para discutir las grandes líneas que salven a la humanidad de la catástrofe a la que está abocada por culpa del capitalismo y la socialdemocracia (algo que habrían firmado los «espartaquistas» alemanes Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en 1918), esas bases, digo, no están dispuestas a que se frustren sus anhelos de un mundo horizontal, sin vértices superiores ni estructuras jerarquizadas. La utopía en estado puro.

Este miércoles se aprobaba en el Congreso la ley de abdicación de Juan Carlos I por el nada desdeñable resultado de 299 votos a favor, 19 en contra y 23 abstenciones. Izquierda Plural, compuesta por singulares izquierdistas que han pasado del Partido Comunista al comunismo sin partido, aprovecharon el evento para lucir escarapelas republicanas y pedir un referéndum. Ahora han podido ver la contundente decisión que a favor de la ley han tomado los «legítimos representantes del pueblo», legitimidad que muchos miembros y miembras de la izquierda ortodoxa, la única verdadera, solo creen cuando las votaciones les favorecen. Por eso Cayo Lara no tiene empacho en cuestionar la legitimidad del Congreso por impedir que el pueblo opine. No quiero ni pensar lo que pasará el día que ellos ganen la votación. Y es que, queridísimos verdugos, a muchos partidos más allá de la izquierda, a los de extrema izquierda y a otros izquierdismos independentistas solo les separa de la democracia la propia democracia. Ya lo comprobarán ustedes dos en sus carnes si un día llegaran al poder. ¡Un, dos, un, dos?!