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Jesús Javier Prado

Los «rockeros» del fútbol

«Me gasté mucho dinero en alcohol, mujeres y apuestas: el resto, lo desperdicié...»

George Best, jugador irlandés del Manchester United

Los mundiales le deben una disculpa, y bien gorda, a los holandeses. Con la de Sudáfrica son ya tres las veces que han quedado subcampeones de la Copa del Mundo. Pero el terremoto futbolístico que provocaron en los años setenta dura hasta nuestros días, gracias al cambio que imprimieron a un deporte conservador como pocos. Abanderados por un Johan Cruyff estratósférico que conseguía quebrar todas las caderas que se ponían a su paso con el mejor cambio de ritmo nunca visto, llegaron a las finales de los torneos del 74 y del 78. Tuvieron mala suerte, porque las jugaron contra los organizadores: los soldados del «Káiser» Beckembauer primero, y los argentinos -y alguna que otra trampa- después les dejaron sin trofeo. Pero como suele pasar con los grandes equipos, pasaron a la historia futbolística: es difícil nombrar a algún jugador argentino de la final de Buenos Aires más allá de Kempes, pero todos los críos de entonces poníamos nombres holandeses a las chapas con las que jugábamos: Neskens, Resembrick, Rep, Krol ....y por supuesto, Cruyff, que pasó a integrar junto con Di Stéfano, y Pelé, el podio de los elegidos.

La escuela holandesa se convirtió en marca registrada (todas las canteras de los equipos de fútbol europeos se aprestaron a copiar su método), y la labor de Cruyff primero como creador de «Dream Team» y luego como ideólogo de Guardiola, mantiene viva la hilazón del juego desplegado por los «Orange» por entonces.

Además del fútbol que practicaron, fueron el primer equipo moderno de la historia: melenudos, delgados, guapos y elegantes, parecían más una banda de rock de los psicodélicos setenta que un equipo de fútbol de pelo en pecho. Su filosofía era sencilla: cualquier jugador debía saber desenvolverse en cualquier posición, y eso obligaba a todos a tener una técnica exquisita y a saberse la táctica de memoria. O sea, una revolución total que dura hasta nuestros días, gracias además a que desde entonces un país pequeñito de apenas seis millones de habitantes no ha dejado de proporcionar jugadorazos de primer nivel mundial: Gullit y Van Basten en los ochenta, Koeman y Bergkamp en los noventa, o Van Persie, Snejider o Robben en la actualidad son buenos exponentes.

A España le viene bien que el primer partido sea contra ellos, porque nos obliga a enchufarnos desde el minuto uno, y en una competición como ésta eso vale su peso en oro. Yo, por si acaso y para mostrarles el respeto que se merecen, me he comprado una vaca típicamente holandesa de las de verdad, con cencerro y todo, y la he metido en el trastero de mi casa («Pero, papá ¿cómo vas a meter a un ser animal vertebrado, de la familia de los bóvidos, que come hierba, da leche y muge, en nuestro trastero?» me dice mi hijo de diez años, todo compungido, para que se me pase el cabreo por el suspenso en conocimiento del medio, maldita sea. «Hijo mío» le digo, mirándolo a los ojos, «sé que es difícil de creer, pero tal y como lo tenemos configurado actualmente, en nuestro trastero pasa totalmente desapercibida...»).

Y ya en el colmo de la audacia (y, porqué no decirlo, envalentonado por haber sido capaz de montar los muebles de la terraza en tan sólo diecisiete horas: creo que es mi mejor marca...), he construído con mis propias manos un dique de hormigón armado alrededor del salón y al nivel del mar, resistente a todo tipo de gorrones, amigotes de tres al cuarto y preadolescentes sin interés futbolero alguno, a eso de las nueve de la noche. Y como hay que ser positivo y nunca negativo, hoy ganamos, claro, uno a cero, gol de Villa, a regañadientes...

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