La crisis ha machacado y machacará a los sectores frágiles de la sociedad: trabajadores, mujeres, niños, jóvenes y personas mayores. Por supuesto también golpea a otros pero son los más frágiles los que menos pueden defenderse. De hecho, y salvo expresiones puntuales, sólo el movimiento obrero podría hacerlo. O pudo hacerlo, pero ya no puede. Las cifras del paro, la caída de los salarios y la destrucción de un derecho laboral protector, así como los recortes en servicios públicos, han dejado sin aliento a los trabajadores. Nadie piense en traiciones, pero los sindicatos -también por antiguos errores- no están en condiciones de tensar la cuerda, de perder más huelgas generales. Si muchos de los políticos que hoy hacen ostentación de su ignorancia se molestaran en leer sobre cifras y formas de movilizaciones obreras en la Transición entenderían porqué ésta fue posible y cómo preparó el «pacto social» que abrió las puertas al Estado del bienestar. También entenderían que esas movilizaciones tuvieron unos límites, lo que explica porqué otros objetivos ni llegaron a plantearse. Dichas movilizaciones aunaban la demanda concreta con la reivindicación política y cruzaban pretensiones para lograr alianzas. Hoy no. Las reivindicaciones obreras, casi siempre, sólo conmueven a sus entornos inmediatos y están despolitizadas -aunque se grite contra los corruptos-. Las razones para ello son complejas y se deben tanto a los valores acumulados en épocas de prosperidad -competitividad, meritocracia, emprendedurismo, primacía de lo privado- como a las condiciones de la recesión. Pero sólo la misma ignorancia histórica puede abonar la opinión de que las épocas de crisis son las mejores para propiciar cambios en sentido progresista que surjan de los mismos segmentos frágiles: los ejemplos en contra son pavorosos.

En ese marco la izquierda es vencida pues apenas tiene relatos, recursos y alianzas estables para avanzar en pos de la igualdad, que es su razón de ser. Más allá de puntuales victorias electorales no existe un mapa de las transformaciones por acometer y el discurso general de las izquierdas se vuelve paradójicamente conservador pues se centra en conservar lo existente, o, al menos, eso es lo que llega a la mayoría como único vector de identificación en materia socio-económica. La metáfora de la barricada se impone: pero sabemos que las gentes hacinadas en barricadas siempre son bellamente sometidas. A ello se suma una socialdemocracia que sólo es una carcasa de identidad basada en la memoria y la autocomplacencia y que intuye que nunca se refundará. Al lado, o enfrente, una fragmentación de grupos más o menos radicalizados, inconexos, que han sustituido el estudio y la reflexión colectiva por el sentimentalismo, el culto a la cultura de la sospecha y el desprecio por la gobernabilidad y las instituciones -tan necesarias para construir un Estado que empodere a los frágiles-.

La derecha tiene campo libre para expandir sus valores cuando la izquierda se empeña en plantear sus contraataques como cargas de la caballería ligera, de frente y enarbolando las banderas para hacer más fácil la tarea de los francotiradores enemigos. Se animan, pues, los populismos reaccionarios, pintados de izquierda o derecha, porque lo característico de ellos no es el programa, ni su capacidad para castigar «al que está», sino su intento de hacer desaparecer la distinción entre representante y representado, condenando a las instituciones democráticas y presentándose como personificación total del «auténtico pueblo», que, a su vez, se encarnará en el líder carismático de turno. En ese esquema la centralidad de los referéndums es ideal: nadie cae en la cuenta de que el dueño de la consulta no es el elector, sino quien formula la pregunta. Y que abierta la puerta de los referéndums entendidos como máquinas para expresar el derecho a decidir sobre toda cosa importante, sin mayor intento de consenso, pueden defenderse sobre la reinstauración de la pena de muerte, la prohibición de los matrimonios entre personas de igual sexo o la abolición del Estado autonómico. Esto no preocupa a unas izquierdas que renuncian a concebir la política como cambios acumulados a partir de la persuasión democrática de una mayoría de conciencias. En lugar de eso se conforman con articular un sistema de enunciados de generalidades que se entrelace con ingeniosos -o no- conjuntos de lamentos para preservar el menguado botín de sus señas de identidad, basada en mostrar una rabia reactiva. La estrategia desaparece del horizonte, todo es táctica. Es más fácil. Un referéndum sobre la Jefatura del Estado es cómodo de pedir; preparar el texto de una propuesta de reforma constitucional con el tipo concreto de república que se desea es difícil -en realidad no lo es, pero quita tiempo para manifestarse-. Se renuncia a la racionalidad concreta a favor de la emotividad difusa: ese el primer triunfo de la ideología dominante de la derecha, aun en mitad de un universo de millones de indignados sin proyecto alternativo.

Gramsci ya lo defendió en otra época más amarga, pero ahora la estrategia pasa por la guerra de posiciones, de desgaste, por pertrecharse de argumentos, por promover liderazgos sólidos y no basados en el maquillaje, por articular esfuerzos y definir alianzas en el campo político y entre éste y el social -en lugar de los actuales recelos o/y la disputa permanente sobre quién es más guay-. Guerra de posiciones, pero posiciones no absolutamente estáticas, sino fluctuantes, flexibles en las agendas y las motivaciones. Eso es estrategia y no ir a salto de mata o quedarse en casa lamiéndose primariamente las acumuladas heridas. Mientras la izquierda sea apocalíptica o integrada la derecha puede respirar tranquila. Otra cosa sería una izquierda inteligente y trabajadora. Necesitamos militantes que no confundan la épica con la hípica; que se preocupen más de qué decir en vez de cómo decirlo; que se despeguen de sus amigos de la red para apreciar la pluralidad existencial; a los que la seguridad en su superioridad ética no les lleve a ignorar la existencia de un mundo de frágiles y sufrientes que necesitan algo más que lemas brillantes y ocurrencias sin contrastar con la realidad; que sepan que no tienen más identidad real que la que les proporciona sus actos, con independencia de sus intenciones; que no quieran vencer sino convencer, porque sólo vencerán convenciendo.