Los imperativos biológicos de la edad, la recurrente mala salud, pero también los escándalos de corrupción en su propia familia y las conductas poco «virtuosas» del monarca están, a buen seguro, detrás de la histórica decisión de Juan Carlos I de abdicar en su hijo. Decisión trascendental que se enmarca en un contexto, en una atmósfera de fin de época, consecuencia de los inmovilismos dentro del sistema, de los terribles efectos sociales de la crisis económica que todavía nos azota y del reto del independentismo -sobre todo catalán en este momento- que amenazan con desmoronar el edificio constitucional de 1978 y desintegrar territorialmente España. Cada uno de estos tres problemas por separado (las deficiencias y agotamiento del sistema político, la crisis económica y el reto del soberanismo) sería ya de gran envergadura, pero agrupados y confluyendo producen en la ciudadanía una grave y comprensible inquietud por su potencial de fractura de la convivencia. Solo faltaba que al «referéndum ya» para decidir sobre la independencia o no de Cataluña, se le sumara la reivindicación del «referéndum ya» para decidir si Monarquía o República, abanderado por ciertos sectores de la izquierda de este país. Ambos referéndums, en la medida que contravienen aspectos nucleares de la Constitución, solo serían posibles a mi juicio por una reforma previa tan profunda de la misma, que mejor cabría hablar de una revolución política sin precedentes y de consecuencias impredecibles. Sólo desde un gran consenso social y político que abarcara más allá incluso de los dos partidos hegemónicos sería posible conducir, controlando los riesgos, un proceso constituyente de tal envergadura sin provocar una dramática fractura social. Ese riesgo sería muchísimo mayor si se produjera una desestabilización o escisión del PSOE que recordara tiempos pretéritos como lo ocurrido en la Segunda República.

Sobre todo a los políticos hay que pedirles que sopesen constantemente sus convicciones y sus responsabilidades, es decir las consecuencias de sus decisiones. En el dilema Monarquía-República, es un absurdo hoy discutir teóricamente y en abstracto la idoneidad y la racionalidad comparativa entre ambas «formas» de Estado. Ambos regímenes en el mundo de hoy son el resultado no de esas discusiones, ni de la de la disputa de las convicciones, sino de experiencias históricas concretas en las que intervienen una multiplicidad ingente de factores.

Especialmente en Europa el único sentido de las monarquías es que no estorben ni enturbien el funcionamiento del sistema democrático y el progreso social. Así entendidas, ambas «formas» de Estado basan su legitimidad de una forma u otra en la soberanía popular. Otra cosa sería impensable. De ahí que en el contexto europeo, mientras se discurra por los caminos descritos, el debate Monarquía-República haya perdido toda virulencia, y, si nos fijamos, es lo que ha sucedido hasta hoy en España, donde el pueblo y las fuerzas políticas han comprendido la funcionalidad y la utilidad de la institución monárquica -eso sí muy asociada a la figura y el prestigio de Juan Carlos I- durante la Transición y frente a las fuerzas disgregadoras presentes en la sociedad española.

Pero todo cambia. ¿Cómo explicar, pues, la virulencia hoy de esta cuestión cuando tantas otras graves nos acucian? En primer lugar, la actual institución monárquica está pagando también inevitablemente por el desprestigio y desgaste del sistema político (inmovilismo y corrupción sobre todo, véanse por ejemplo los análisis de César Molinas o de Muñoz Molina, por citar sólo dos relevantes), lo que se aprecia claramente en la mayor desafección ciudadana, tan evidente en los recientes resultados de las elecciones europeas. Con todo el rechazo profundo que me producen fenómenos como el caso Nóos o las cacerías del Rey, en otro contexto seguro que no parecerían un pasivo suficientemente relevante para empañar todos los activos de la monarquía en los últimos cuarenta años. Apuntar a la monarquía, como se hace desde sectores de la izquierda, es simplemente apuntar a la pieza principal del cambio de régimen que algunos propugnan respecto a la Constitución de 1978.

La segunda razón tiene que ver con la historia. Uno de los efectos más perversos de la derrota de la República defendida por la izquierda en la cruenta y nefasta Guerra Civil, es haber convertido una forma de Estado democrático (la República) que debiera acoger a toda la ciudadanía, en un instrumento de combate político, en una identidad política partidista; pero así entendida, sólo como patrimonio de un sector de la sociedad española, la República quedaría absurdamente incapacitada para promover un consenso social, más allá de su indiscutible aceptación teórica, que es lo que ocurre en mi caso.

Lo prudente en estos momentos es seguir la senda constitucional, que se cumplan las previsiones sucesorias y que la ciudadanía y las fuerzas políticas estén atentas al encaje del nuevo rey en el sistema constitucional, a su neutralidad, a su ejemplaridad y la prudencia en el ejercicio de su poder moderador. Toda su trayectoria y formación apuntan hacia esa normalidad democrática. En una monarquía parlamentaria como la nuestra -recordémoslo una vez más- el Rey ni tiene poder ni gobierna. Por poner un ejemplo histórico, el presidente de la II República podía nombrar jefes de gobierno y disolver las Cortes, si bien de forma limitada, algo que ejerció en dos ocasiones, una vez la derecha y otra vez la izquierda en apenas dos años, de forma desastrosa según sus oponentes políticos. En principio sería casi irrelevante la persona del propio rey, como ocurre con algunos presidentes de la República en sistemas parlamentarios, de los que casi no sabemos de su existencia, pero la monarquía en España sigue teniendo todavía una presencia mediática y un alto poder simbólico. Por eso no estará de más recordarle al en ciernes Felipe VI los consejos de nuestros clásicos: «A los príncipes no los hace el nacimiento sino la virtud».

Por lo demás, hágase el relevo generacional, háganse la urgentes reformas del sistema político; y si ha de haber una segunda transición, una reforma constitucional con República incluida, hagámosla, pero no sobre tierra quemada, sino aprendiendo de sus aciertos y de sus errores. Para eso dicen que sirve la Historia, ¿o no?