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Javier Llopis

Desde el vértigo

La última vez que vimos la coronación de un Rey de España estábamos cagados de miedo y nuestras madres corrían a la tienda del barrio para hacer acopio de harina y patatas, dispuestas a evitar por todos los medios que un hipotético desastre nacional las pillara con la despensa vacía. A pesar de los negros augurios, en medio de aquel ambiente de amenazante incertidumbre, brillaba una puntita de ilusión colectiva, una remota confianza en la posibilidad de que este país, por primera vez en su historia, fuera capaz de afrontar un cambio profundo sin necesidad de dejarse unos cuantos miles de cadáveres en las cunetas. De aquel débil hilo de esperanza tiraron los políticos que entonces nos gobernaban y con el paso del tiempo lograron (nadie se lo puede negar) un notable éxito, que les permitió levantar de la nada una democracia apañada y homologable.

Treinta y nueve años después, la coronación de Felipe VI se encontrará con una España radicalmente distinta. Aunque aquel miedo atávico a las escabechinas ha desaparecido de nuestro ADN nacional, lo hemos sustituido por toneladas y toneladas de cabreo. La crisis económica con su rastro de pobreza, el desprestigio de los políticos por los casos de corrupción y la transformación de los partidos en inhumanas maquinarias destinadas a hacerse con el poder sea como sea, nos han convertido en un país en permanente estado de indignación, del que han desaparecido hasta los últimos restos de aquella sana ingenuidad y de aquel espíritu conciliador que hace cuatro décadas provocaron el asombro del mundo civilizado. Entre aquel lejano 1975 y este agitado 2014, sólo hay un punto de coincidencia: la incertidumbre, la duda general en torno a los caminos por los que nos conducirá el futuro más inmediato.

En su afán por ponerle etiquetas a todo, los comentaristas políticos han calificado la abdicación del Rey Juan Carlos I como el final oficial de la Transición española. Aunque resulta muy difícil resistirse a los encantos de las historias con principio, nudo y desenlace; la realidad resulta mucho más complicada de explicar. La Transición española lleva ya muerta un buen pico de años, es un difunto que ya empezaba a oler y que pedía a gritos un entierro rápido y un funeral con todos los honores. Los hombres que mandan en este país ya hace mucho tiempo que han roto las reglas de aquel juego de concordias y de concesiones mutuas; la mejor prueba de ello es el colapso general al que han llegado casi todos los grandes logros obtenidos en aquella idolatrada etapa de nuestra historia: desde el Estado del Bienestar, a las autonomías, pasando por la participación de la ciudadanía en la política y llegando también a la propia monarquía. La abrupta marcha del monarca es el resultado lógico y previsible del proceso de degradación de un legado histórico del que nos sentimos orgullosos, pero que se ha hecho viejo e inservible en medio de la más vacía autocomplacencia y sin que nadie se haya atrevido a dar los pasos necesarios para su obligada renovación.

Estremecidos por el vértigo de vivir un momento histórico, resulta inevitable echar la vista atrás y pensar que muchas de las transformaciones drásticas que ahora se anuncian y que se personifican en la figura del nuevo Rey, se podrían haber resuelto con más calma y con menos presiones en épocas más plácidas de la joven democracia española. Mientras se discute si la marcha de Juan Carlos I es una «espantá» o un último gran servicio a la nación, hay una cosa que nadie puede negar: éste no es, ni de lejos, el mejor ambiente posible para tomar unas decisiones que afectarán a todos los españoles durante años. La crispación en la calle, el terremoto político provocado por las últimas elecciones europeas, el proceso soberanista catalán y el difícil momento de la economía conforman un escenario lleno de tensiones, en el que hay muy poco espacio para la reflexión y en el que todo parece fiado a la improvisación y a la componenda política para salir del paso. Es una extraña manera de iniciar una nueva etapa de nuestra Historia.

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