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Luis M. Alonso

Otro mito ibérico

La sensación de victimismo y la «conciencia de país» alimentan el mito catalán nacionalista. La primera de ellas se nutre de una manipulación de los datos de las balanzas fiscales, ya saben, el supuesto expolio al que es sometida Cataluña por parte de España, etcétera. En cuanto a la segunda, «la conciencia de país», nace de la tergiversación de la historia, o simplemente de aquellas historias puramente románticas de Capdeferro de las que tanto se lamentaba Josep Pla.

Vivimos desde hace tiempo una nueva apoteosis del romanticismo que por efectos colaterales desencadenó en las primeras décadas del siglo pasado la gran tragedia de Europa. El romanticismo confiere prioridad a los sentimientos. Los derechos se defienden y las opiniones se discuten; frente a las emociones, sin embargo, no hay nada que hacer. Sus supuestos empíricos no siempre proceden de una certeza asumible.

Félix Ovejero, ensayista, profesor de la Universidad de Barcelona, ponía de ejemplo en un artículo cómo los ricos del mundo se sienten injustamente tratados por el fisco. «El sentimiento es cierto; su reclamación, un disparate», explicaba.

A los mitos románticos vasco y catalán se suma ahora el del idealismo inspirado en la II República española y en una ensoñación sentimental ajena a lo que representa cualquier sistema político. Por lo general, la discusión entre si es mejor monarquía o república se resuelve fácilmente a favor de la segunda: no hay forma racional de justificar que la máxima representación del Estado dependa simplemente del nacimiento. Eso está claro. Ahora bien, ¿es éste el debate prioritario que garantiza la supervivencia nacional? Por supuesto no lo es. Virar de un sistema a otro requiere un esfuerzo titánico y no supondría un cambio sustancial en la vida de la mayoría de los españoles.

Una vez más, el mito ibérico como desafío. No tenemos remedio.

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