Una de las suites del hotel Carlton de la Explanada de Alicante, la 508, la ocupó en una ocasión, concretamente el 18 de febrero de 1965, el rey Don Juan Carlos I, cuando todavía era príncipe de Asturias. De esta visita, desde mis recién cumplidos quince años, tengo una vivencia que recuerdo con simpatía, sobre la calidad humana de tan egregio cliente. A primeras horas de la mañana, el conserje me mandó a comprar varios diarios para que los subiese a la habitación 508, advirtiéndome que me pusiera los guantes blancos y cogiera una bandeja de plata. Al llegar a ella, pedí permiso para entrar y escuché una voz invitándome a hacerlo.

-¡Pasa muchacho!

¡Cielos! Me encuentro en la habitación del que se decía que iba a ser el futuro Rey de España. Se me puso un lógico cosquilleo en el estómago. El Príncipe se encontraba despachando, o eso creí, en la mesa del salón con un militar, di por hecho que de alta graduación. Posteriormente, supe que se trataba del entonces teniente coronel Alfonso Armada, que tanto protagonismo tuvo en el fallido golpe de Estado del año 1981.

-Déjame aquí los periódicos. Ahora luego les echaré un vistazo-. Echándose una mano al bolsillo, con un mohín de contrariedad, me dijo que más tarde me vería.

Normalmente, en un hotel esta situación significa que no hay propina, pero, bueno, me quedaría para siempre el recuerdo de haber estado en la misma estancia que Don Juan Carlos y que, incluso, había rozado sus manos al entregarle los periódicos. Pero la anécdota no acaba aquí. A la hora prevista para la salida del Príncipe del hotel, el hall estaba abarrotado por las fuerzas vivas de Alicante: gobernador civil, gobernador militar, alcalde y concejales, presidente de la Diputación, comandante militar de Marina, empresarios, etc. Todos ellos estaban formados en una perfecta y respetuosa alineación delante de la recepción. Los botones nos hallábamos prácticamente invisibles, bien erguidos, junto a alguna columna o en algún rincón del hall.

En un momento dado, alguien exclamó:

-¡Ya baja!-. El ascensor había parado en la planta quinta.

Y así era. Cuando se abrió la puerta del ascensor y salió el joven Príncipe de Asturias y, tras dar un par de pasos por el hall, se paró y se puso a mirar por todos lados hasta que su mirada se cruzó con la mía y me reconoció. De forma decidida, dando cinco o seis zancadas, se plantó delante de mí, ante la atónita mirada de la selecta concurrencia que allí se congregaba.

-A ti te debo una propina-, me dijo.

-No creas que me he olvidado-, y dándome una cariñosa palmada en el cogote me entregó una generosa gratificación.

Hecho esto, se dirigió a saludar y estrechar las manos de cuantos allí le esperaban. Momentos después, varios de estos señores se dirigieron hacia mí para preguntarme qué es lo que significaba este amigable gesto del Príncipe. La respuesta les dejaba perplejos, ¡darme la propina que me había prometido!

(*) Tomás Mazón Martínez es profesor de Sociología del Turismo en la Universidad de Alicante y autor del libro «Dede el vestíbulo de un hotel. Esplendor y decadencia», en el que recoge parte de su carrera en el sector turístico y en el que aparece esta anécdota que protagonizó en 1965 cuando trabajaba como botones del hotel Carlton de Alicante.