La abdicación de Juan Carlos y, sobre todo, los escándalos de diverso tipo que han rodeado en los últimos años a la institución monárquica española reabren, quiérase o no, la cuestión de la forma de gobierno. Ciertamente, es tan fácil poner ejemplos de monarquías democráticas y de repúblicas totalitarias como de lo contrario. Dicho esto, me parece evidente que la República es un sistema más racional y democrático que la monarquía: ésta consagra la desigualdad de los ciudadanos ante la ley y disminuye el principio de la soberanía popular.

Han pasado los tiempos en que los reyes se consideraban personas totalmente distintas del resto de los mortales, pues eran de «sangre azul» o gobernaban «por la gracia de Dios». Hoy es difícil justificar, al menos en Europa, la monarquía por los argumentos que se utilizaban siglos atrás. Pero ese despojamiento del carácter «mítico» de las monarquías, de ese «halo misterioso» que ha caracterizado a tan vetusta institución, lleva consigo una conclusión inevitable: si las monarquías deben encontrar su justificación, no en el pasado glorioso, sino en la tarea diaria y en el cumplimiento correcto de sus funciones como la más alta representación del Estado, como un poder moderador por encima de los partidos, ¿qué argumento encontrar para justificar que ese poder y esas funciones hayan de ser desempeñadas de por vida por un miembro de determinada familia que sólo podrá ser sucedido por otro miembro de la misma familia?

Puede darse el caso, incluso, de que un monarca no cumpla su función correctamente. Si Juan Carlos hubiera decidido continuar en su cargo, por más nuevos escándalos que ocurriesen e incluso si el monarca adoptase decisiones al margen de sus funciones o abusando de éstas, no habría manera de evitarlo. La actual Constitución no tiene previsto ningún mecanismo para corregir esa situación pues únicamente el artículo 59,2, se refiere a una inhabilitación del Rey por incapacidad física. Cosa muy diferente se daba en la Constitución republicana de 1931, que contemplaba la posibilidad de revocación del presidente de la República antes de expirar su mandato.

El tiempo perfilará el juicio histórico sobre la figura de Juan Carlos que, como casi todas, tiene sus luces y sus sombras. Curiosamente, estas últimas se sitúan, sobre todo, en el origen y en el final de su reinado. En la transición, todos éramos conscientes de que los entonces llamados púdicamente «poderes fácticos» no tolerarían otro planteamiento que la Monarquía, en cuanto instaurada por Franco precisamente. Y se hizo de la necesidad virtud, recordando que era preferible una monarquía democrática como las nórdicas a una república como la de Pinochet, porque lo único que nos importaba era alcanzar un sistema democrático. El prestigio de la monarquía creció a partir de la noche del 23 de febrero de 1981, muchos españoles se descubrieron monárquicos, como sucedió, pero al revés, el 14 de abril de 1931. De ahí a considerar al monarca como el «motor del cambio» o el «artífice de la transición» hay un abismo: baste recordar dos de sus primeros actos como Jefe del Estado fueron la concesión de un indulto, en lugar de la amnistía que reclamaban todos los demócratas, y la confirmación al frente del gobierno de Arias Navarro. La ausencia de crítica, desde la más alta institución de la democracia española, hacia la dictadura franquista, comprensible desde el punto de vista personal, dio pie a muchos malos entendidos en momentos delicados, en concreto en febrero de 1981.

Es lícito, pues, plantearse, sin circunloquios, una crítica a la monarquía similar a la que se utiliza con cualquier otra de las instituciones de un Estado democrático, e igualmente, el planteamiento de la alternativa republicana, aunque no sea una panacea de todos nuestros males (como algunos de quienes impulsan el movimiento por la Tercera República parecen pensar). Por tanto, en una democracia asentada -aunque con muchos defectos y problemas- creo que el pueblo español merece ser consultado sobre si prefiere seguir en una monarquía o instaurar una república. Tan estable puede ser una como otra, tan decepcionante puede ser una como otra, pero en todo caso, si optamos por la República siempre tendremos la posibilidad de rectificar si nos equivocamos al elegir a nuestro primer mandatario.