CONTRA LA ASTROLOGÍA. ¿Cuál es la función del análisis político y, en particular, del electoral? Diríase que, mayoritariamente, alimentar debates que cultivan el gusto por lo anecdótico, el ensañamiento con el vencido, el deslumbramiento por el triunfador, la vanagloria propia y la humillación del contrario. Y, más en serio, usar los resultados para hacer extrapolaciones, para predecir futuras contiendas, como quien reduce la astronomía a la astrología. Frente a ello creo que el análisis político debe ser un acto de racionalidad encaminado, esencialmente, a diseñar estrategias de acción de los partidos y, a través de ello, favorecer la comprensión de lo social, de lo colectivo; contribuir, en fin, a entender lo que nos pasa, a tratar de tener control sobre el futuro.

CHOQUE DE ESTRELLAS. El choque de los dos soles los ha reducido a escombros. Escombros poderosos, quizá, pero sombra de lo que fueron. La suma de los votos de PP y PSOE no alcanza a representar ni el 25% de los electores. Su legitimidad, no obstante, es mucha y sin ellos nada se puede concebir. Mejor dicho: concebir sí, hacer no. Y aquí está lo malo. Porque han conseguido un milagro: a la vez son castigados por parecer iguales y por no ser capaces de ponerse de acuerdo en las cosas importantes y pelearse por ver quién es más. ¿Más qué? No importa. En esta crisis económica, la cuantificación del reproche ético ya es una muestra de la degradación alcanzada. Ni PP ni PSOE lo advierten. Están en otra cosa, en otro tiempo. Quizá el PSOE, a la fuerza, comienza a despertar. Por ahora es un despertar ensimismado, recluido en sí mismo, centrado en encontrar un taumaturgo improbable. Practicar lo que pregonan -abrirse en otras formas de política, reencontrarse con sus bases sociales- es, hoy por hoy, imposible. Atraviesan un eclipse de ideas y de voluntades. Saben que el oro se produjo por un choque de estrellas. Pero olvidan que eran estrellas muertas.

EL FINAL DEL BIG BANG. Asistimos al final del big bang iniciado en la Transición. Colapsan muchas de las pretensiones asentadas en esa época y, sobre todo, la obsesión por la estabilidad. Pero pueden cegar dos espejismos. El primero conduce a no entender esto por quien sólo es capaz de interpretar lo ocurrido en términos del pasado, apreciando las manifestaciones de desencantamiento con el sistema político como accidentes, rugosidades del espacio/tiempo que el mismo espacio/tiempo reabsorberá. El segundo lleva a pensar que toda la trama constitucional se está derrumbando, que la sociedad ha encontrado sustitutos de las fuentes de legitimación de la convivencia y que está a punto de poder anclar su esperanza en nuevas fuentes. Ni una cosa ni otra. Más bien estamos en un lugar incierto, a la espera de noticias del futuro. Pero yo diría que queriendo hacer obras para seguir en la misma casa. Al fin y al cabo una abstención de más del 50% significa el desengaño de la mitad del soberano, pero la participación de casi un 50% en unas Elecciones Europeas expresa que, pese a la lluvia de meteoritos que nos ha caído, la mitad del soberano sigue aferrado a algunas convicciones. Y sin Amaneceres Dorados. En todo caso no es descabellado pensar que el sistema empeorará cuanto más se tarde en reformar la Constitución y algunas leyes y prácticas que configuran la cultura política.

LA CONSTELACIÓN DE DOS O LAS ESTRELLAS FUGACES. El bipartidismo no es malo en sí. Es malo porque PP y PSOE lo han utilizado de mala manera, haciendo trampas: colonizando instituciones que deben ser independientes, adueñándose de los recursos públicos mediante prácticas clientelares, animando normas electorales o de regulación de partidos que siempre les favorecían, presionando a los medios de comunicación, usando de la permanencia en el poder para obtener oficios y beneficios, favoreciendo redes corruptas, manifestando el mismo entusiasmo básico por el amor de los poderosos capitalistas. Pero ese bipartidismo consiguió la estabilidad. Hasta que dejó de conseguirla. Porque ese cúmulo de indecencias y egoísmos, llegada la crisis, se volvió un factor de desestabilización en la misma medida en que se resquebrajaba la cohesión social, pero permanecía, imperiosa, esa refulgente constelación de dos. Hay ahora, en buena hora, un multipartidismo ganado a pulso por los que llevan años luchando contra abusos y corruptelas y tratando, con poco éxito, de hacer entrar en razón a los grandes. Y bien hará la pléyade de los pequeños, en cuanto pudieran, en unirse para una cosa: la reforma de la ley electoral. Pero lo que tienen que demostrar es que son capaces de asegurar la estabilidad y la gobernabilidad, llegado el caso. Y no es cosa formal: desarrollar los programas más críticos -aseguramiento del Estado social, reforma del sistema productivo, transformación de las políticas medioambientales, reformas institucionales para abrir la democracia representativa- requieren de mayorías sólidas y competentes y de más sentido de Estado y capacidad de llegar a acuerdos que el que se demuestra inventando frases célebres que votar a mano alzada. Los mejores deseos se piden a las estrellas fugaces, tan bellas en la noche. Pero, en realidad, sabemos que no los conceden y que su destino es el fuego antes de la nada.

LA MATERIA OSCURA. Las izquierdas han ganado. Y las personas de izquierda debemos sentirnos contentas. Pero no tan eufóricas como para no advertir un problema: quizá en esa victoria anide una fuente de confusión, la de aquellos ciudadanos que reducen la política a expresar cabreos y a castigar y, por lo tanto, se engañan ahora pensando que quien más cabreado esté y más largo tenga el látigo, es más de izquierdas. Lo que me sugiere una sospecha aún más profunda: las contradicciones acumuladas por la crisis, en los planos económico, sociológico, territorial, cultural y expresamente político, son de tal magnitud que quizá hagan posible que un aparente giro al radicalismo izquierdista sea compatible con la presencia fósil de fuertes tendencias conservadoras. Al fin y al cabo la mayoría del pueblo se sintió conforme, cuando no eufórica, en la época de las burbujas. Y ha pasado muy poco tiempo de ello. ¿No es plausible que ello haya dejado un poso de valores confusos, miedo, rabia y el deseo latente de que hay que extremar la gestión de la política para «regresar» cuanto antes a los buenos tiempos? No me parece tan extraño: al fin y al cabo esos mismos factores de frustración llevan a que, más allá de los programas electorales, banales y clonados casi siempre, se esté votando por inercia, contra el otro o dentro de una dinámica experiencial que atribuye a la política y a los políticos las culpas de todos los males. No digo esto para traer pesimismo en una hora medianamente feliz, sino por si sirve a los partidos de izquierdas y movimientos sociales progresistas para orientar sus estrategias.