A los grandes encorbatados les han apretado un poco más el nudo. Y no un milímetro, que apenas se nota con que uno deje aparte una noche la cena. Sino varios centímetros, prietos alrededor del cuello, tenso fleje sobre palé de quinientos kilos, tanto que hasta la campanilla del gaznate musita sus primeros quejidos de asfixia y se adentra en sus primeras angustias de vigilia. Qué mala y larga es la noche, cuando los demonios de lo improbable parece que por fin circundan el nido impune que de antiguo ha venido constituyendo atalaya de disposición sobre terceros.

Europa, esa urna que de tan lejana que se aprecia hasta regala pereza de fe para acudir al colegio, ha enseñado sin embargo al PP y al PSOE que una o algunas almorranas arrinconadas de sopetón en su trasero, por difusa y vaga que Bruselas nos quede, les deben espolear tanto como al toro la divisa. Ha sido un tipo con coleta, entre otras sorpresas, de comentada excelencia universitaria y atavío de plebe, el que sin comerlo ni beberlo casi se los come y se los bebe. De su ideario, hoy todos hablan. El día de las elecciones no se sabía ni su nombre. Blande en sus labios consignas emparentadas con aquellas que en una mesa de domingo comparten gente normal alrededor de una paella y al calor de unos vinos. Peña de la calle, que paga (o no) impuestos y curra. Monda y lironda. Sufrida. Y ahí ha erguido su jalón. En un lenguaje llano que todos entienden sobre un atuendo que aparenta disgusto con el robo. Filón en estos tiempos.

Hoy su nombre resuena con un reverbero cíclico en todas la emisoras, copa las redes sociales, y él, como asentándose todavía en esta corriente imprevista de flases e interrogantes, camina incrédulo las calles reafirmándose en su éxito con los vídeos que le atestiguan una y mil veces la certeza de lo conseguido. Los partidos intocables le han dejado un huequito que ha convertido en socavón. Y me temo que la fisura, acaso moral y emocional, no sé si material, encuentre con dificultad inmediato reparo por quienes sólo reciben andanadas verbales de sus propios ciudadanos, hastiados ya de tanto estómago agradecido y acomodado en su poltrona de derechos sin obligaciones.

He leído con interés el programa de Pablo Iglesias, especialmente desde que me cuentan que en esas páginas se halla la salvación. Pero yo no la encuentro. Por demérito mío, seguro. Sus propuestas, reconozco, me suenan mecedoras, como esas que usaba la abuela en su vaivén somnoliento de horas vacías frente a la tele mientras le rociaba la cabeza a su nietecillo de relatos que hablaban de mundos idílicos, amores eternos y fidelidades incorruptibles? pero a los que, en último término, no tenía ni pajorera idea de cómo llegar. Oportunismos que se ayudan del griterío del viento que con violencia ahora sacude mi ventana y que amenaza con echarla abajo. Pero al menos le otorgo una virtud, no insignificante en estos pagos de políticos con Versace sin alma: la de la espoleta. Pues se precisaba tener esa sensación de que no todo va a consistir en un Barça-Madrid. Sino que también, aunque sea un ratillo de utópica venganza del destino, puede llegar a irrumpir en la escena controlada un verdadero Atlético. Con un par. Apretón en el entrebajo que ayudará, a todos.

Y cierro recitando algo que se me cayó el otro día en las redes, volcado apenas con mero propósito expositivo de lo que me sugiere: cuando el desencanto es tan generalizado, cuatro versos lanzados al oído maltratado bastan para que los labios del poeta adquieran tonos de mesianismo y salvación. Me acerco, te beso... y calambreas expurgando tu duelo de traición. Se trata de despertar a la bella durmiente, hoy malhumorada, y a eso he venido. A llevarte en volandas a través de unas palabras que reproducen las tuyas y las tejen de verdad. Del cómo lo hagamos, no te preocupes. Es asunto mío. Tú ven.