Cuando era pequeña se estilaba leer en las escuelas unas cartillas con Lecciones de Urbanidad, que resultaban ser un compendio de buenos modales y normas de educación. En ellas aparecían viñetas ilustrativas con lo que sí que era correcto hacer y lo que no para que nos quedara bien claro a los niños. Nos las hacían ver, nos las preguntaban? y había que sabérselas muy bien, ya que de ello dependía nuestro saber estar en sociedad y el prestigio de nuestra familia. También había otra modalidad: unos libritos que giraban en torno a la vida cotidiana de un niño o de una niña «ejemplares» y que eran un pequeño manual de moralejas sobre el buen comportamiento. El texto solía tomar el nombre de su protagonista: La Buena Juanita, o El libro de Juanito, que eran unos niños listos, educados, y, por supuesto, buenísimos.

De Las lecciones de Urbanidad sólo recuerdo los dibujos, que miraba una y otra vez encandilada: el saludo, el modo de andar por la calle, la puntualidad, la compostura en la mesa, en los juegos, en las visitas, con las amigas, en la iglesia, en la escuela... Todo estaba estipulado, había protocolos y obligaciones para cada cosa, no cabían las reacciones espontáneas, el invento o la autonomía. Eso sí, me acuerdo perfectamente del libro: La Buena Juanita, que aún conservo. Mi madre me hacía leer y memorizar los capítulos que, según ella, tenía más flojos. Sobre todo el de la curiosidad, que siempre me ha caracterizado. Comenzaba así: «En medio de sus buenas cualidades, Juanita tenía una pequeña falta: era un poquito curiosa. Su papá lo sabía y quiso corregirla de este defecto?».

Un niño que siguiera obedientemente las directrices dadas, tenía la ventaja de saber qué hacer en casi cualquier circunstancia de su vida. Y la desventaja de no aprender a pensar, a elegir y a decidir por sí mismo hasta ni se sabe cuándo. Y entre esta moral a cucharadas y las metodologías al uso en los colegios: memoria, calco, copia y repetición, los niños íbamos recorriendo el camino de la sumisión, la dependencia y el amaestramiento. Qué difícil se hacía reaccionar cuando ocurría algo fuera de lo estipulado, qué inseguridad se sentía ante lo nuevo, qué vértigo notar que eras diferente a los demás, que no estabas conforme con algo...

Además, si no se seguían las instrucciones fijadas, por ejemplo, si te negabas a darle un beso a una vecina... había castigo casi seguro, pellizco a la discreta, o regañina. Y si eras chica, no tenías las mismas reglas que si eras chico, porque ser chica tenía aun más condicionantes y moralinas. Ni un resquicio para salirse del redil, así era la entrada en sociedad. Todo un «deber ser» que anulaba las personalidades incipientes, creaba culpas, priorizaba las formas al fondo, y reinventaba la hipocresía. Por un lado estaba «lo que había que hacer», los compromisos. Y por otro lo que se deseaba o se sentía por dentro. Un conflicto servido del que nos escapábamos, si podíamos, por la vía del humor, de la transgresión, del juego y de las creativas reacciones que íbamos probando.

Tanto nos pesaba esta moral impuesta que la abandonamos radicalmente, quedándonos situados en el otro extremo de la balanza, sin encontrar una forma flexible y lógica de acompañamiento y guía a los niños, que, como sabemos, necesitan contención y seguridad para salir de su mundo impulsivo y socializarse equilibradamente.

De hecho, en estos momentos se pueden ver niños dando patadas a los árboles o desmontando el escaparate de una tienda sin que nadie les diga nada. Hay niños que no saludan, no hacen caso, se esconden, se escapan, no comen más que lo que quieren, se niegan a acostarse, a vestirse... Y, además, los padres toleran mal que se les llame la atención: «A mis hijos sólo les riño yo», decía una mamá indignada en una escena que presencié, en la que su niño de cuatro años había atropellado y herido a una señora con el carro del supermercado.

O sea, que de poner muchas leyes hemos pasado a no poner ninguna. Y así tampoco es, los niños quedan desasistidos, a merced de sus impulsos, nerviosos, a falta de que alguien les frene y les oriente para afianzar la ley en su interior. Esto puede originarles desasosiego, malestar, conflictos en la escuela, alteración en las dinámicas familiares, problemas con la autoridad, dificultades en la adolescencia... Y es que la energía vital que ha de dedicarse a aprender, a disfrutar y a entrar en relación se está utilizando en absurdos comportamientos opositores de los que no es fácil salir.

¡Ni tanto ni tan calvo!