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Matías Vallés

La décima, en la hora undécima

Pasadas las once de la noche, Bale confirmaba la Champions para el Madrid. La décima llegó pues en la hora undécima, esa referencia bíblica en que los obreros podían ir a dormir confiados. El Atlético no fue traicionado por la autocomplacencia sino por el reloj, porque sucumbió a cien segundos de su cénit. Si me lo preguntan, la leyenda madridista fue decisiva en la inversión que sufrió el partido. Por no hablar del arquero Di María, que durante dos horas disparó sus flechas mientras se zafaba de los encontronazos continuos forzados por sus rivales.

El Madrid se había extinguido tras su estallido de supernova ante el Bayern. Además, alinear a Khedira es de cobardes. Equivale a colocar a Cañete al frente de una lista europea, ya que el Tata Rajoy miraba ensimismado el partido, porque no sabe mirar de otra manera. Por cierto, los Reyes no pasaban dos horas a tan corta distancia desde su luna de miel.

Los madridistas solo remontaron cuando el cardenal Ancelotti corrigió la alineación. Para entonces, su conservadurismo ya le había costado el gol atlético. El revés nació de una descoordinación previsible entre Casillas y Khedira, dos jugadores faltos de sincronía. La prórroga falseó el resultado de una final que debió quedar en empate para la eternidad. A diferencia de Madrid y Barça, ningún jugador atlético vale más que la suma de sus compañeros. Por si esto fuera poco, el fugaz cameo de Diego Costa ejemplificó las diferencias clamorosas entre la medicina y la hechicería milagrera. Además, el otro equipo madrileño cuenta con uno de los pocos entrenadores que ejerce una influencia real sobre sus hombres. Les impone un fútbol de Tarantino, donde la tensión subyacente es más violenta que el impacto físico que recibía cada madridista en cuanto le llegaba el balón.

Como diría Wittgenstein, feroz lateral del Rapid de Viena, «el rostro es el alma del cuerpo». La huida es la reacción instintiva al contemplar los visajes de los jugadores atléticos. Su grado de concentración no se alcanza ni en un monasterio budista, aunque un hospital hubiera sido el recinto idóneo para la final de la Champions. Cuánto ha degenerado la reciedumbre de un deporte cuyos practicantes veinteañeros presumen de un vademécum de dolencias. El Madrid acabó imponiéndose en el parte médico a un Atlético en la UCI.

Me reprocharán que en este artículo se hable poco de Ronaldo, pero es que en Lisboa se sentía como en su propia casa. Es decir, recostado en el sofá, en pantuflas y jugando adormilado con la play.

No nació para sufrir en una final, en el Manchester United era legendaria su inhibición ante Arsenal, Chelsea y Liverpool. En cambio, se desmelenaba contra el Wolverhampton o como se escriba. Claro que estaba lesionado, igual que todos sus compañeros. El árbitro le obsequió con un penalty contemporizador para preservar su cotización.

En la hora undécima, Florentino ha demostrado que no solo gana Copas del Rey. La falta de pedigrí del sensacional Atlético disminuye la gloria del triunfo blanco, pero nadie recordará las circunstancias en unos meses. Esperemos que alguien se acordara de traer a Rajoy de vuelta, con permiso de Aznar.

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