O mucho me equivoco o la Unión Europea va a recibir hoy un nuevo varapalo en su credibilidad representativa. Construir una Europa fuerte, sobre la base de una mayoría que no parece creer en ella, es tarea complicada cuando no imposible de acometer. Desde hace dos décadas, que se dice pronto, en el Parlamento Europeo no saben lo que es superar la barrera del 50% en sus comicios electorales. Cada cinco años, el batacazo es de mayor calibre y las encuestas publicadas esta semana orientan a que todo va a seguir igual. Las elecciones llegan en mal momento, inmersos en uno de los escenarios más críticos vividos en los últimos tiempos por gran parte de los países europeos. Si hoy no se invierte la tendencia, algo deberá cambiar o el proyecto empezará a resquebrajarse más de lo asumible.

No ha ayudado mucho una campaña en la que, salvo contadas excepciones, las propuestas programáticas han sido cualquier cosa menos constructivas y europeístas. Más allá de la descalificación personal, el recuerdo al pasado de unos y otros, el manido recurso al «y tú más» o las nuevas imputaciones judiciales, poco hay reseñable en lo que debían ser las elecciones del cambio para el viejo continente. Desde Estrasburgo nos prometieron que esta vez iba a ser diferente, como reza el principal eslogan de la Eurocámara para estos comicios. Sin embargo, ha sido todavía más gris que de costumbre. Por más que uno haya esperado conocer los posicionamientos de cada partido, todos aquellos con ciertas aspiraciones a asentar sus posaderas en el hemiciclo europeo han acabado cayendo en el «efecto Cañete». Tal era la falta de ideas que éste ha acabado siendo el tema central de la contienda electoral. De lo que para unos es machismo y para otros una caballerosidad mal entendida, se ha hablado mucho. Los hay que han basado su discurso en manifestar su interés o desafección por realizar pactos futuros a nivel nacional, autonómico o local, olvidando que el contexto que nos ocupa ahora es el europeo. Pero de política continental, de necesidades diarias de los ciudadanos, de todo aquello que realmente nos importa en la Unión, poquito, muy poquito. O nada.

Para ser sincero, reconozco que en los programas de los partidos aparecen propuestas. Muy lelos serían si no lo hicieran así. Ahora bien, en lo que uno oye, lee y ve, se prioriza la descalificación del contrario y el discurso localista. Incluso violencia, que también la ha habido, en lo que debería ser un ejemplo de convivencia. Me dirán que, en tal o en cuál mitin, fulanita o fulanito habló de lo que piensa transmitir con su voz en el Europarlamento. Y que son medidas que afectan a toda la UE, que van más allá de los Pirineos. Les creo -aunque me cueste- pero el asunto es que a quien tienen que convencer no es a aquellos que acuden a sus mitines, sino a los que estamos fuera, pendientes de recibir esas propuestas que muchos no hemos percibido. Y, cuando digo muchos, me refiero a esa tendencia mayoritaria que se va a reflejar en la esperada y masiva abstención.

En unas horas veremos los resultados. Les adelanto que, como de costumbre, todos van a ganar, así que no sufran por los suyos, sean quienes sean. Quien sube, porque mejora resultados. Quien cae, porque no llega a tocar fondo. Quien se hunde, porque justifica su derrota en que los electores no han sabido entender su mensaje. Y, quienes no llegan, porque han disfrutado de su minuto de gloria. Nadie considerará un fracaso el hecho de que no hayan conseguido movilizar a la sociedad europea -no solo a la española- porque, al fin y al cabo, sacado el billete para Bruselas no hay que comprar otro hasta 2019. Para entonces, Dios dirá. Pero, si a duras penas se superara ese previsto 40%, todos habrán perdido. Sin excepción. Lo que hoy está en juego es la credibilidad del sistema, no lo olviden.

Necesitan motivarnos para convencernos de que es necesario ejercer ese derecho al voto que, en algunos países, se convierte en imposición legal. La empatía es uno de los pilares de la motivación, pero no advierto que los candidatos se caractericen por derrocharla. Ser empático implica ponerse en el pellejo del otro y, a ser posible, que lo percibamos como tal. Coincidirán conmigo en que no es habitual que así sea y, en ocasiones, incluso es tarea imposible por la lejanía existente entre candidatos y electores. Simpáticos, bueno, es posible. Pero, empáticos, es difícil cuando unos viven en un mundo de comodidades mientras otros aguantan las penurias.

Más allá del comportamiento electoral de los candidatos, lo que realmente debería preocuparnos es la acción de gobierno de la nueva Comisión. No sería de recibo que acabemos en el gatopardismo lampedusiano que caracteriza a algunas hipotéticas reformas realmente inmovilistas. Ya saben, aquello de que todo cambie para que todo siga como está. Europa está obligada a dar un giro si quiere sobrevivir. Insisto en que, en esta ocasión, las elecciones llegan en momento complejo y con países en los que todo conato de europeísmo huele a austeridad y sufrimiento. Necesitamos un cambio radical, con una Unión Europea dirigida a atender las necesidades de las personas y no sólo las de los mercados.

Una Europa social, que aporte lo mejor de cada país en la construcción de una sociedad más justa y equitativa. Países con dilatada experiencia en la defensa del bienestar social, en lo bueno y en lo malo, pueden aportar ese tinte humano que se echa en falta en las instituciones europeas. Y, por supuesto, ofrecernos una Europa en la que los recortes no sean soportados por los países más débiles, ni donde las ayudas se conviertan en créditos en los que el interés a pagar, más allá del económico, sea la soberanía popular.

Efectivamente, hoy puede empezar otra Europa. Pero, por el momento, algunos seguiremos manteniendo nuestro bien justificado escepticismo. Ojalá sea por poco tiempo.