Desde hace ya varios años, pero sobre todo con la llegada del buen tiempo -si podemos llamar así a la impenitente sequía que padecemos-, Alicante se ha convertido en un cromático y bullicioso escaparate al aire libre donde decenas de mendigos (¿tendríamos que decir mendigas, quizás?) profesionales visitan los sitios más concurridos de la ciudad para, en compañía de niños y niñas, mendigar y acosar a propios y visitantes ante el estupor de los turistas, la dejadez de dueños de bares y restaurantes, y el silencio e inactividad, en muchos casos, de nuestras autoridades, sobre todo las que están obligadas a velar y preservar por los derechos de los menores, fundamentalmente su educación, su salud y la prohibición de exponerlos a situaciones objetivamente denigrantes. Y ello por no hablar de tantas ONG y tantos militantes del buenismo multicultural que, casualmente, nunca están donde esos niños y niñas son explotados inmisericordemente por estos especialistas de la mendicidad. Pero cuando digo nunca, es nunca. Y cuando digo nunca, además, es que nunca promueven manifestaciones y actos de protesta contra esta aberrante forma de esclavitud de menores en pleno siglo XXI, en un país europeo y ante la mirada indiferente de casi todos y todas. Hace unas semanas lo advertía INFORMACIÓN en su portada.

Se trata de grupos profesionales de la mendicidad que, sin el menor recato, a la vista de todo el mundo, proceden a la explotación no solo de niños, sino también de pobres gentes con graves minusvalías a las que obligan a pedir limosna durante horas y horas, en el mismo sitio, tirados en el suelo, en calles comerciales, a las puertas de cafeterías o de conocidas cadenas de alimentación.

Y allí están, mendigando a gritos desde la ocho de la mañana hasta las diez de la noche, piadosa hora en la que vienen a recogerlos sus tiranos en furgonetas para volverlos a dejar en el mismo lugar al día siguiente. ¿Qué come esa gente? ¿Quién los atiende? ¿Quién se preocupa por su dignidad? Y todos ustedes los han visto, nadie puede alegar que no conoce esa miserable explotación de seres humanos aquejados de terribles minusvalías, harapientos, obligados a enseñar y exponer ante la mirada de todos los ciudadanos sus muñones y otras graves discapacidades para así concitar más lástima y llenar mejor el bolsillo de sus brutales explotadores. También estas personas discapacitadas deberían contar con el auxilio de las autoridades. ¿No existen leyes y ordenanzas? ¿Se hacen cumplir? ¿Hace alguien algo?

Y aun siendo muy grave lo anterior más duro resulta la explotación despiadada de todos estos niños y niñas a los que obligan a caminar arrastrados a empellones, sin piedad, durante horas y horas con el único fin de concitar la lástima de la gente y hacer así más caja para los siniestros recaudadores de este obsceno y miserable negocio. Da igual que sean criaturas de meses (sospechosamente adormecidas), o niños y niñas con no más de nueve años, da igual; siempre las vemos caminando sin alzar la mirada, aparentemente ajenas a su explotación, irremediablemente sujetas a ese yugo que cantaba Miguel Hernández («carne de yugo ha nacido?»). Insisto, sin perdón, sin piedad, sin compasión con su libertad y sus derechos; sin escolarizar, desnutridas, perdida toda esperanza, abandonado cualquier atisbo de ilusión.

Y que no vengan ahora la campeona provincial del buenismo y el subcampeón regional de la tolerancia y la multiculturalidad; que no venga ahora la sempiterna gauche divine de foulard progre y estética bolivariana gritando que la culpa la tiene la derecha y la crisis. Estamos hablando de profesionales de la mendicidad, de gentes que explotan a sabiendas y a conciencia a estas pobres criaturas, a sus propios conciudadanos, sin el más mínimo sentimiento de humanidad. Y sólo vemos la parte externa, la que se visualiza ante nosotros al cruzárnoslos; imaginen lo que ocurre cuando los retiran de las calles y no han recaudado el dinero que sus brutales rufianes les exigen. ¿Hay alguien que esté preparando una manifestación contra tamaña infamia? Tampoco.

Así, entre mendicidad y explotación de criaturas, de pobres e indefensas gentes; así, entre imágenes de «top manta» esclavizados por mafias, de algunos gorrillas y limpiaparabrisas intimidantes, de ciertos mendigos violentos si no les das dinero, todos instalados en las zonas más emblemáticas (perdónenme ustedes dos por utilizar palabra tan cursi) de la ciudad; así, entre la visión de pobres mujeres en las calles obligadas por sus compatriotas a prostituirse; así, entre ruidos, eternas obras inacabadas, suciedad y deterioro, languidece Alicante al abrigo de esta envidiable imagen que regalamos a quienes nos visitan. Así camina Alicante, entre el pasado imposible y un futuro improbable. ¿Hay alguien ahí fuera?