Dicen que Ramón Martín Mateo era un experto en Derecho medioambiental, el autor del primer manual sobre el tema publicado en España. Pero lo que de verdad era, en toda la extensión del término, es un amante de la vida; un rector que fue magnífico no porque lo conllevara el título, sino porque sabía vivir y contagiaba vida.

Castellano viejo, de buen comer y mejor beber, recuerdo a Martín Mateo protagonizando la rueda de prensa más desconcertante, y desternillante a la vez, a la que jamás he asistido. Acababa de mantener una larga reunión con Cipriano Císcar, entonces todopoderoso conseller de Educación, y ambos comparecieron ante los periodistas. Císcar empezó a desgranar una retahila interminable de inversiones para la Universidad que, según él, acababa de acordar con el rector. Cuando el conseller terminó, y con una sonrisa de oreja a oreja le cedió la palabra, Martín Mateo se dirigió a los periodistas y les pidió: «Pregúntenle al conseller, pregúntenle detalles, por favor, y así me entero, porque desde luego en la reunión no hemos hablado de nada de lo que dice ni ha prometido un duro». La blanca pared que había tras el conseller parecía negra comparada con la cara que se le quedó. Císcar se levantó y se fue -más bien habría que decir que huyó- y el rector se quedó allí de cháchara con los plumillas. Ahora, el que tenía una sonrisa de oreja a oreja era él.

Y eso que Martín Mateo no era precisamente un enemigo político de Císcar. Todo lo contrario: era un hombre progresista de ideología muy cercana al PSOE, lo que tuvo mucho que ver con que se viera forzado a dejar la Universidad del País Vasco, de la que también fue rector, por las amenazas de ETA, y venir a Alicante, de donde ya no se iría. Lo que ocurre es que, sobre todo, era un hombre campechano, que sabía manejarse en la trastienda del poder pero que no sentía ninguna clase de respeto reverencial por el mismo, ningún temor. Más bien, era el poder el que recelaba de su desparpajo o sufría sus contados, pero sonados, ataques de ira.

Amaba la vida, ya digo, por encima de cualquier otra cosa. Y aunque fue rector de dos universidades, catedrático de Derecho, autor de numerosos estudios y artículos, miembro del Consejo de Estado y consultor medioambiental, donde más a gusto estaba era en la mesa de cualquier bar saboreando un buen vino y una mejor conversación con quien tuviera algo interesante de qué hablar.

Lo suyo no era el despacho. Ni la disciplina de los partidos. Por eso rechazó todas las ofertas que los socialistas le hicieron para formar parte de sus distintas candidaturas. Precisamente, la última vez fue con motivo de unas elecciones al Parlamento europeo, como las que se celebrarán el domingo. García Miralles, entonces presidente del PSPV y miembro de la ejecutiva federal del PSOE, le trasladó la propuesta de figurar en la lista en un puesto destacado, de elección segura, pero le pidió que lo mantuviera en secreto. De inmediato, Martín Mateo me llamó para contármelo y que publicara su negativa. «¿Por qué? -pregunté- ¿No es usted simpatizante socialista?». «Sí, hijo, sí -contestó-, pero un cosa es creer en Dios y otra salir en la procesión». Acababa de renunciar a una jaula de oro para poder seguir hablando de sus cosas y las de los demás, como un paisano más, en el bar de la Universidad.