El olvido en el que se encuentra la persona y la obra de Camilo José Cela constituye una de las pruebas más claras de que por mucho que una persona se empeñe en hacerse imprescindible y en querer ser recordado a cualquier precio, el paso del tiempo, incluso breve, puede trastocar en unos pocos años lo planeado durante una vida entera.

Desde hace algún tiempo Cela es un autor que no se lee, un escritor cuyos libros nunca están en el lugar que deberían en cualquier librería española dada la importancia que tuvo CJC durante más de la mitad del siglo XX. No se escriben ensayos sobre su vida y obra al revés que, por ejemplo, la mayor parte de los escritores que formaron la generación del 98 o del 27, de los que en los últimos años se han publicado numerosos estudios. Nadie se acuerda de Cela. En realidad, una de las cosas por las que más se le recuerda es por haber sido el artífice de las famosa revista Papeles de Son Armadans, una revista literaria editada en los años 50 que contó con las mejores plumas del momento, las del exilio y las que se quedaron en España. Tuvo Cela el acierto y la capacidad para convencer a todos aquellos escritores de la necesidad de crear un lugar en el que, desde un punto de vista literario al menos, los españoles comenzaran a relacionarse, quizá a unirse, tras el desastre de la Guerra Civil española y el erial que vino después.

El estilo literario de CJC, ha dicho Andrés Trapiello, fue una mezcla de los escritores que más admiraba, de Azorín, de Baroja y, sobre todo, de Valle Inclán, pero en ningún caso llegó a acercarse. Representaba Cela a esa España cerril de los años 40 y 50, cuando las pensiones olían a coliflor y los curas vestían sotana, y sus libros resumen el ambiente en que vivía la mayor parte de la población española, una sociedad aislada del resto de Europa, donde las mujeres habían perdido las libertades que la República les dio.

Su corpulencia y su voz, de una rudeza impostada, que se reflejaban en sus libros, libros plagados de personajes huérfanos de un padre que nunca les comprendió porque no creía en ellos, constituyeron parte de ese personaje que se fue creando a sí mismo y que tuvo como colofón la entrega del premio Nobel en 1989, premio que estuvo a punto de serle negado por el descubrimiento en 1980 de una carta firmada por él mismo en la que en 1940 se ofrecía a los ganadores de la guerra para delatar a todos los «escritores rojos» que conocía desde antes de 1936, vergonzosa misiva de la que nunca se justificó pero que gracias a la intervención del Rey pudo eludirse.

Anécdotas existen a cientos. Cuenta Teodulfo Lagunero en sus memorias (Memorias, Editorial Umbriel, 2009) aquella vez en que acudió al domicilio del escritor gallego en compañía de su mujer y otro matrimonio. Cuando llegaron, a la hora convenida, Cela les recibió en batín. Nada más abrirles la puerta Cela, según cuenta Lagunero, «se tiró una ventosidad». Ante el estupor de los invitados dijo que si quería podía repetirlo, cosa que hizo, y que incluso podía tocar una canción repitiendo la operación varias veces seguidas, cosa que también hizo. También está aquella otra, mucho más vergonzante aunque en forma distinta. Con ocasión del centenario del nacimiento de Federico García Lorca, en una rueda de prensa en 1988 un periodista le preguntó qué le parecía los actos que se estaban llevando a cabo. Cela, después de subirse las gafas con el dedo corazón dijo «verá, yo es que me limito a no dar ni a que me den por culo». Ese tipo de gracietas eran consentidas y reídas por una derecha española que le gustaba su forma de ser, machista y chulo, y aquellas camisas rosas con puños blancos que solía vestir.

¿Cuando comenzó el declive de CJC? Poco después de morir, la fundación que creó en vida para asegurar su presencia en la sociedad española, dirigida por su viuda Marina Castaño, entró en una fase desastrosa que la hubiese llevado a desaparecer si no hubiese sido por la intervención de la Xunta de Galicia que pudo recuperar a tiempo la abundante documentación, incluidos los manuscritos de sus libros, que estuvo cerca de destruirse. El empeño de Cela por parecer una persona grosera, maleducada y pendiente sobre todo de la gloria y el dinero motivaron su actual ausencia de la vida cultural española.

El día que le concedieron el Nobel, Cela acudió como cada semana a una tertulia televisiva que dirigía Jesús Hermida. Alguien le preguntó cuáles creía él que eran los principales problemas de España. Nuestro último premio Nobel de Literatura no se lo pensó: «Los maricones y las mujeres gordas».