Uno. Cada día que pasa asistimos a un nuevo éxodo de doctores españoles en busca de mejores condiciones laborales y salariales en otros países. Recuérdese que emigrar significa dejar despoblado, intelectualmente en este caso, un territorio, como sucedió con la España peregrina tras la guerra fratricida. Son doctores que se van porque aquí no encuentran un puesto idóneo y acorde con su formación. Porque, con tanto recorte en todos los niveles, en vez de puertas abiertas, cada año que pasa, se encuentran con más puertas cerradas. Se van hartos de escuchar promesas de políticos que les engañan. Hacen las maletas ante la sequía pertinaz de la inversión investigadora en aquellos organismos cuya única razón de ser, curiosamente, es la investigación en todas y cada una de las áreas de conocimiento, sin excepción.

Y resulta paradójico que tengan que abandonar el país que ha invertido sumas considerables en su formación, pero esa es la triste realidad actual. Y ante el poco reconocimiento que reciben, después de haber dedicado 10 o 15 años en su formación, se sienten ninguneados y forzados a llamar a puertas lejanas donde les van a ofrecer 3.500 euros mensuales por sus servicios. Estamos presenciando en directo la emigración de la decepción. Parece un mensaje en clave misionera: ir a donde a uno le necesitan. Exportar doctores, en cierto modo, es un honor, pero dadas las actuales circunstancias, prácticamente se les está expulsando de un país en el que durante el último lustro ha ascendido considerablemente el número de tesis doctorales defendidas. Para muchos seguramente exista otra lectura: no había otra cosa mejor que hacer.

Defender una tesis puede que se interprete como ascender un peldaño en el escalafón académico cuando en el inferior no existen salidas laborales, pero la lectura correcta debería tener la consideración de apertura de nuevas vías hacia el conocimiento que en un futuro próximo se materializarán en publicaciones relevantes, monografías y libros de alto valor científico que repercutirán en beneficio de la comunidad del saber global. Y esto es mucho más serio que dedicarse a la producción masiva de papers en revistas que apenas nadie lee y cuyo objetivo final es su evaluación a peso de balanza con el fin de afianzar un puesto o consolidar méritos para el siguiente.

Dos. Ahora cabe preguntar qué ofrecen las recién creadas Escuelas de Doctorado, en un mundo -el universitario-, donde todo resulta fugaz, donde un plan es engullido por otro en un incesante panta rei legislativo, de tal modo que cuando uno decide reincorporase a ese tren, se da cuenta de que las vías han cambiado de anchura, que determinadas estaciones han desaparecido y una nueva normativa te permite, con suerte, convalidar algún curso batallado con esfuerzo en el pasado. Conclusión: toda narrativa administrativa universitaria es efímera.

Y si encuentran respuesta convincente a lo planteado anteriormente, seguramente se planteen cuestiones como la esencia y naturaleza de la calificación de «doctor sobresaliente cum laude por unanimidad». Porque una cosa es cierta: todos obtienen la misma calificación. No podría ser de otra manera: cuando uno lee y defiende una tesis doctoral consistente, se convierte en un experto cualificado sobre el tema de que se trate. Pero resulta que no existe ninguna Universidad que posea la misma normativa para conceder tal valoración o calificación; lo digo porque me he tomado la molestia en averiguarlo. Así, lo mismo te encuentras a un «doctor cum laude por unanimidad» con 43 puntos sobre 50, que a otro con 47 o 49.

La palabra unanimidad debe tener una acepción diferente para los tribunales de doctorado, que no aparece en los diccionarios. Bueno, y si por una de esas se les ocurre indagar sobre el submundo también variable de los premios extraordinarios de doctorado, se pueden encontrar con más sorpresas. Lo dicho. A mí lo que me extraña es que, en su día, el perspicaz Tom Sharpe no esbozara algún capítulo en su hilarante Porterhouse blues sobre el tema de los doctores, la tutela de los doctorandos, la composición de los tribunales, los favores debidos y todo ese mundo sui generis en el que se mueve el mundo académico como parte del sistema que entre todos hemos creado desde finales de la Edad Media.

Y si no me creen, pueden acudir a alguna Universidad que no les pille lejos, a la de Alicante, por ejemplo, y plantear estas cuestiones a los burócratas responsables y, aprovechando que están allí, preguntar por «el estratégico posicionamiento y el carácter multidisciplinar» y «la caza de la excelencia» de dichos centros. Lo más seguro es que se queden mirándoles con cara de póquer durante unos cuantos meses; eso sí, sin soltar prenda.