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Javier Llopis

Cañete y diez más

La triste y raquítica campaña de las elecciones europeas se acabó bruscamente a los pocos días de empezar; justo en el momento en el que el candidato del PP, Miguel Arias Cañete, pronunció ante las cámaras de Antena 3 su infumable exabrupto de machote perdonavidas. A partir de ahí, se esfumó cualquier resto de normalidad y aunque los partidos han seguido celebrando sus programas de actividades, la sensación general es la misma que se produce cuando se ve la tele sin sonido: gente haciendo cosas sin parar, gente moviéndose de acá para allá, sin que se sepa exactamente a qué razones obedece tanto movimiento.

Para confirmar esta decepcionante realidad basta con realizar un pequeño trabajo de campo. Un recorrido por barras de bar, redes sociales, tertulias televisivas y demás puntos de intercambio de opiniones políticas nos situará ante un fenómeno innegable: el debate sobre las propuestas europeas de los diferentes partidos ha desaparecido del escenario y se ha visto totalmente desplazado por la polémica en torno a las desgraciadas declaraciones de un candidato metepatas, que confundió un foro televisivo nacional con una reunión de amigotes tomándose cañas y al que sólo le faltó soltarle a la presentadora aquella frase tan castiza de ¡qué no me entere yo de que ese culito pasa hambre!

Algún día, los sociólogos estudiarán esta insólita campaña, que a pesar de costarle 75 millones de euros al contribuyente, no parece tener ni la más mínima utilidad práctica. Arrancando desde una cartelería especialmente cutre, siguiendo por unos actos electorales celebrados en espacios reducidos ante el temor de las sillas vacías y acabando con unos debates acartonados y absolutamente postizos, este extraño ciclo no ha sido capaz de movilizar ni a los propios militantes y simpatizantes de los partidos. La desafortunada intervención de Cañete (ahora ocultado vergonzosamente por el PP) ha sido el clavo ardiendo al que se ha agarrado una opinión pública cansada de escuchar obviedades y desorientada ante la voluntad de los partidos de convertir estos comicios en una especie de macroencuesta previa a las elecciones «de verdad»; o sea, las municipales y las autonómicas.

Todos los elementos parecen haberse confabulado para que la cita con las urnas de este domingo se salde con unos niveles históricos de abstención. A partir de ese día, volveremos a enfrentarnos con la gran paradoja: buena parte de nuestras desgracias y de las decisiones que afectan a nuestro día se gestan en Europa y, a pesar de esa sangrante evidencia, los ciudadanos españoles les daremos la espalda a unos comicios en los que se decide quién corta el bacalao en las instituciones comunitarias. Ni qué decir tiene, que esta inhibición general no nos impedirá seguir soltando diatribas contra la Europa de los mercaderes e insultar a la despiadada Angela Merkel cada vez que nos cabreemos ante algún problema generado por Bruselas.

El estrepitoso fracaso de esta campaña debería servir por los menos para que los partidos abrieran una reflexión. Esta última feria electoral apenas sí ha tenido impacto sobre las posiciones políticas de la ciudadanía, demostrándose claramente algo que muchos ya veníamos sospechando desde hace tiempo: los formatos tradicionales están absolutamente agotados y se han convertido en un mero (y carísimo) ejercicio de autojustificación de los partidos, empeñados en mantener una fórmula propagandística inútil y vacía de contenidos. Toca revisar en profundidad los sistemas de comunicación entre los políticos y los ciudadanos, toca buscar nuevas vías para un intercambio de ideas, que ahora está al borde de la inexistencia. Si no se produce con urgencia este golpe de timón, resultará inevitable aceptar como buena la terrible sospecha (cada día más insistente) de que hay partidos que han convertido la abstención y la desmovilización cívica en pilares básicos de su estrategia política, aplicando una siniestra ecuación en la que el descenso de la participación democrática es sinónimo de éxito.

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