La verdad es que no nos hemos tomado nunca en serio las elecciones al Parlamento Europeo (PE) y hay buenas razones para eso: la primera es que no tenía poderes reales. Al no tenerlos, daba igual lo que dijera porque sus decisiones no tenían resultados prácticos y en consecuencia nadie le tomaba en serio. Soy testigo. Otra consecuencia es que como eso también los sabían los parlamentarios, aprovechaban para disparar con pólvora del rey, como vulgarmente se dice, y hacer todo tipo de propuestas que de otra forma, esto es, si tuvieran posibilidad de ser aplicadas, se guardarían mucho de hacer.

La segunda razón es que las elecciones al PE se veían en clave nacional: se discutían en ellas asuntos nacionales y no europeos, lo que desconcertaba al elector, y eran consideradas como un barómetro se lo que podría ocurrir en las siguientes legislativas. En tercer lugar, los candidatos a convertirse en miembros del PE, los europarlamentarios, solían ser políticos nacionales a los que se quería premiar con una sinecura, o que resultaban incómodos y se quería alejarlos para que no molestaran más de lo estrictamente necesario, o viejos dinosaurios de la política, gentes respetables con las que no se sabía qué hacer, no tenían ya cabida en la política nacional y tampoco se quería dejar abandonados en la calle.

Así eran las cosas y no es de extrañar que esas elecciones nos dejaran fríos. Por eso el índice de participación ha ido bajando a partir del entusiasmo inicial, cuando entramos en la Unión Europea y todavía pensábamos que España era el problema y Europa la solución. Pero todo eso ha cambiado hoy en día: después de la aprobación del Tratado de Lisboa en 2009, el PE tiene poderes de verdad y el Consejo y la Comisión tendrán que buscar su acuerdo en temas clave como la aprobación del presupuesto o los acuerdos comerciales, mientras que la codecisión se impone en cuestiones importantes como la política agrícola y muchas otras. Al tener poder real y sus decisiones arrastrar consecuencias importantes, el PE se ha moderado y no tiende a hacer brindis al sol como antes. Además, ahora sabemos a quién elegimos porque cinco de las trece las familias políticas europeas presentan candidatos: Juncker por el centro-derecha; Schulz por el centro-izquierda; Verfofstadt por los liberales; Bové y Keller por los verdes; y Tsipras por las izquierdas. Son candidatos con programas distintos y el que gane tiene posibilidades de suceder al portugués Durao Barroso como presidente de la Comisión Europea, que es un puesto con mucho poder dentro de la UE.

Pero esto que parece tan sencillo luego no lo es tanto porque lo que dice el Tratado es que los Estados miembros, esto es, el Consejo, nombrará al próximo presiente de la Comisión teniendo en cuenta los resultados de las elecciones y aquí nos podemos encontrar con varios escenarios diferentes porque el ganador tanto puede ser el que haya tenido más votos populares como el que obtenga luego más apoyos como consecuencia de acuerdos o alianzas dentro del propio PE. Para complicar aún más las cosas, el Consejo puede querer hacer un paquete y decidir conjuntamente quiénes van a dirigir el Parlamento, el Consejo, la diplomacia europea y quizás también el eurogrupo, en búsqueda de equilibrios entre las diferentes familias. Es una negociación que puede llevar semanas y donde pueden producirse situaciones como que el Parlamento prefiera a Schulz para dirigir la Comisión pero que los líderes europeos se inclinen por Juncker, pongo por caso, y coloquen a Schultz en otro puesto. En ese supuesto, el PE tendría capacidad para bloquear el nombramiento. Es en definitiva el sistema de checks and balances que debe tener toda democracia que se precie.

Nuestra decisión, nuestro voto, es importante porque puede determinar por vez primera la orientación política de la Comisión Europea, si su política va a estar inspirada por criterios más progresistas o más conservadores cuando hay sobre la mesa asuntos muy importantes que van a determinar el futuro del proyecto europeo. Cómo proceder o no con la integración fiscal y económica; cómo impulsar y a qué ritmo la unión bancaria; si favorecer políticas comunes para temas tan candentes como la energía, la inmigración o la defensa; si priorizar el control de la inflación sobre el relanzamiento del consumo; cómo gestionar la Europa a dos velocidades que esta crisis ha producido; cómo recuperar, en suma, el atractivo del proyecto europeo para los ciudadanos golpeados por el deterioro de la situación económica, especialmente en los países del sur... son solo algunos ejemplos.

Y no hay que asustarse si entran en el PE grupos euroescépticos como el UKIP británico o el de Le Pen en Francia, grupos extremistas o antisistema. Sus ideas nos gustarán más o menos pero en la medida en que no inciten a la violencia o al odio racial son todas respetables, y si nos afirmamos demócratas debemos defender que tengan un cauce para expresarse y para influir en la propia política europea que rechazan porque Europa es de todos. Gestionar pacíficamente y siempre dentro de la ley los desacuerdos es precisamente la grandeza de la democracia.