La esperaron, o llegaron detrás de ella en el puente. La habían seguido como siguen las ratas a sus presas. Supieron que era el día porque habían deseado tanto su muerte como el comer. Se arrogaron la potestad divina, o terrenal, de decidir quién debe morir. Estuvieron pacientes para perpetrar una barbaridad con el argumento que solo la carroña puede utilizar. Todo eso, y más, ocurrió en un puente de León.

No acaba uno de vomitar palabras decentes contra esas indecentes criaturas que supieron cómo apretar el gatillo para decir cuán ruin se puede llegar a ser. Una bala, o dos, o tres, que siegan la vida de una mujer y de su hija huérfana. Porque la bala iba contra la viva, pero también golpeó a su hija maltrecha. Balas que sembráis odio y putrefacción. Pólvora en la mano que delata que una criminal descerrajó el metal para ver brotar la sangre.

Algunas alimañas han vertido en redes sociales, y en el suelo donde se derrumbó la pobre mujer, una sarta de patrañas que sonrojan al más pintado. Incluso algunos políticos, ya dimitidos, han osado verter amenazas contra otros o justificar la posición del matarife. Mierda de sociedad y mierda de personas que piensan que se puede matar. No hay ninguna razón que justifique esa locura. No hay razón que justifique el disparo físico, o el disparo con las palabras. Parecía como si hubiera que rematar a la pobre víctima. O arrojar datos sobre su personalidad, o acciones suyas en vida, para justificar lo injustificable.

Toda esa gente debe ser perseguida. La que dispara el arma, y la que dispara la lengua. La muerte no se abre paso entre tanta gentuza. La muerte se produce, en este caso, porque esa escoria la programa, la ejecuta y la alienta. No acabo de adentrarme en la mente de los programadores de muerte, o de sus palmeros. Esos que jaleando asumen que la acción es correcta. Como si la sangre de la mujer golpeando en el puente sea como la de las películas.

Enfermos. Todos esos que siquiera piensan en la licitud de ese deplorable acto, son unos enfermos. Y esa enfermedad debe ser denunciada porque no vivimos en un Estado bananero. Porque nadie se puede ir de rositas insultando sobre la mortaja de una persona baleada. Porque el silencio cómplice, o la justificación inaceptable, son la misma moneda con dos caras.

A mí me duele ese tiro. Porque no se levanta uno de la cama a esperar una «vendetta» ruin y zarrapastrosa. La vida es un suspiro pero no la quita y la da una pistola de un compañero de partido. O de un adversario. Ese ruido atroz que acaba con la vida de esa pobre mujer es el síntoma de una quejosa actitud ante la vida. Es eliminar al otro porque me apetece. Me molesta su existencia. Una auténtica caída libre para cualquier mente humana.

El dolor es de todos. Los sollozos de su hija son los nuestros. Las lágrimas se mezclan con su sangre derramada gratuitamente por la inquina de una madre y una hija llenas de repugnante odio. ¿Qué pasa por la cabeza de esas dos asesinas? ¿Qué tipo de mejunje mental han tomado para matar pensando que habría vida después de la muerte?

No son enfermas. Son unas mal nacidas. Son todo aquello que una sociedad decente, humana y respetable ha de repudiar. Tiene que haber justicia contra la barbarie callejera de pegar tiros. Allá donde alguien justifique este asesinato pongamos orden. Pongamos dureza contra cualquier comentario pestilente que busque razones al tiro a la nuca. Si de verdad nos queremos armar como sociedad democrática, y de respeto a la vida, esto es justo lo contrario.

Es repugnante. Sin más adjetivos. Una hija se ha quedado sola. Su madre fue asesinada por otra madre y por otra hija. No merecen ningún perdón, ni ningún beneficio. Que paguen lo que han hecho con mucha cárcel. Porque la vida que han robado es un trocito de cada uno de nosotros. Matar no es el destino de un ser humano. Ni es fatalidad. Es pura cobardía engalanada con odio.

¡Esa hija! Qué dolor. Qué injusticia. Nunca más.