El verbo degradar tiene varias acepciones, de acuerdo con la última edición del Diccionario de la Real Academia Española. Posiblemente, la que mejor define lo que viene sucediendo en les Corts Valencianes sea la que hace referencia a «reducir o desgastar las cualidades inherentes a alguien o algo». Cualquiera que observe, con una cierta distancia, el funcionamiento de nuestra institución representativa, habrá de convenir que cumple muy superficialmente la función que debería tener reservada en un régimen de democracia parlamentaria. Frente a deterioros producidos por acciones puntuales, la degradación se constituye como un proceso, dilatado en el tiempo pero constante, que puede terminar desnaturalizando el objeto que lo ha sufrido. Algo así ha sucedido con la Cámara autonómica valenciana.

Desde un punto de vista ideal, los parlamentos hacen las leyes y controlan e impulsan la acción del gobierno. En un parlamento autónomo, como el nuestro, la capacidad de legislar se encuentra muy condicionada por normas de rango superior y de obligado respeto, como son las directivas europeas o las leyes básicas del Estado. No diré que sea una actividad menor, ni mucho menos, pero sí que en ella no se concentran las pasiones políticas que acompañan otros tipos de actividades parlamentarias. Digamos que el fuego de los debates se concentra en las iniciativas de impulso, las denominadas Proposiciones No de Ley y, sobre todo, en las acciones de seguimiento y control de la acción del gobierno.

En una sociedad moderna y compleja, como la valenciana, se entrecruzan y enfrentan voluntades múltiples, derivadas de las pugnas por afianzar identidades y por satisfacer intereses, materiales y de otros tipos, que siempre están en juego. Los partidos, en el marco de sus respectivas ideologías y valores, hacen la labor de recoger esas voluntades y de intentar agregarlas y hacerlas compatibles. Los parlamentos son los órganos que permiten civilizar y hacer públicas, a través de los debates, las tensiones que generan los choques entre tantas voluntades diferentes. Los partidos actúan ahí como representantes o portavoces de los diferentes grupos sociales y de sus voluntades. Por eso es importante que se respete el derecho a participar en la vida parlamentaria, sin trampas, para que todos los ciudadanos sientan que sus intereses están siendo defendidos. Ese necesario respeto tiene que ser protagonizado por la mayoría parlamentaria. No puede ser de otra forma. Los partidos de la mayoría disponen del gobierno y de la inmensa capacidad de acción que le dan los recursos, humanos y materiales, que maneja. Para intentar equilibrar algo las cosas, el parlamento debiera ser el territorio de la oposición, por excelencia.

Los grupos sociales representados por el gobierno, disfrutan de la capacidad preferente que tiene éste para aprobar normas que defienden sus intereses. También disfrutan de su forma de gestionar los recursos públicos. En contrapartida, los representados por la oposición han de tener el derecho preferente a que sus intereses sean defendidos en el parlamento de forma efectiva, sin que la mayoría pueda imponer la adulteración de los debates. Lamentablemente, esa adulteración se viene produciendo en les Corts desde hace muchos años.

Desde el veto en la Mesa a la tramitación de iniciativas, pasando por la arbitrariedad en la convocatoria de sesiones o en la configuración de los órdenes del día, hasta la perversión de los debates, convertidos en una reiteración de argumentarios sin relación con las propuestas, toda la vida parlamentaria valenciana ha derivado en un gigantesco montaje dedicado a poner sordina a la actividad de la oposición. Los ejemplos más escandalosos los encontramos en las actividades de control del gobierno. El Consell ha fabricado todo tipo de triquiñuelas para evitar que se conozcan documentos y contratos públicos y acumula un importante elenco de sentencias judiciales que reprueban su actitud. Da igual; persisten en la opacidad. En las preguntas orales se ha concentrado la corrupción del sistema. Los consellers y el presidente comparecen cuando quieren y, cuando lo hacen, convierten el trámite en un ejercicio de escarnio a la oposición. Algunos hemos sufrido esa experiencia por hacer preguntas incómodas. La semana pasada vivimos un incidente que motivó la suspensión del Pleno, provocado por una nueva sesión de escarnio que termina crispando a la oposición ante la reiteración de la burla y los abusos.

Más allá de calentones y torpezas puntuales, que los hay, detrás de la degradación de les Corts se encuentra la indisimulada voluntad de que éstas no cumplan su papel de servir de plataforma para la defensa de los intereses de aquellos grupos sociales que no se pueden sentir representados por la acción del Consell. También se trata de evitar el control del reparto de los recursos públicos, de manera que no se pueda dilucidar quién sale favorecido y quién perjudicado con el mismo. Eso es lo verdaderamente grave y lo que hay que resolver. El problema es cómo hacerlo con eficacia.

Sin perjuicio de utilizar todos los mecanismos que el Estado de derecho ofrece para resistir tanto atropello, que incluyen desde el recurso a toda clase de Tribunales hasta actitudes de boicot, de rechazo o de obstrucción, lo que Rosanvallon ha calificado como contrademocracia, lo cierto es que el papel de los medios resulta fundamental para trasladar lo que sucede. No debiera ser necesario montar un «espectáculo», como señala Ermanno Vitale, para que trascendiera la gravedad de lo que pasa continuamente. Porque esto no se arregla con espectáculos en las Instituciones sino con una respuesta reflexiva y contundente por parte de los ciudadanos: la que consiste en exigir el respeto a las reglas de la democracia en el día a día. Una respuesta que no debiera limitarse al tiempo de las elecciones, aunque ese sea el momento más determinante para darla.