Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Javier Llopis

En días como estos

Por encima, un levísimo barniz de corrección política y de hipocresía institucional. Por debajo, la misma sustancia ponzoñosa que viene envenenando la convivencia de los españoles desde hace siglos: odio, toneladas de odio, que convierten al contrincante en un enemigo a exterminar y que hacen que conceptos tremebundos, como la mismísima muerte, aparezcan periódicamente en el debate político nacional con una normalidad que espanta a cualquier observador extranjero. El asesinato de la presidenta de la Diputación Provincial de León ha sacado a la luz lo peor de nuestro carácter colectivo; ese atávico sentimiento cainita que Goya retrató en el cuadro de los dos tipos pegándose garrotazos y que ahora se ha instalado con toda comodidad en los más apestosos basureros de internet.

Como manda la tradición, la derecha más rancia se ha encargado de abrir este siniestro baile. Despreciando la evidencia de que las dos presuntas autoras del crimen son militantes del PP, los más «echaos p'adelante» han elaborado en cuestión de segundos su particular teoría sobre el luctuoso suceso, señalando que el asesinato es la consecuencia lógica de la espiral de agresiones y de violencia que está sufriendo el partido del Gobierno. El objetivo final de esta interesada versión es criminalizar cualquier tipo de movilización crítica de los ciudadanos y meter (aunque sea con calzador) en el mismo saco de los asesinos a la gente que se manifiesta por las calles, a los autores de los escraches o a las plataformas que luchan contra los desahucios bancarios. Aunque sea duro decirlo, se trata básicamente de aprovechar una muerte para apretarles las clavijas a todas aquellas personas que ejercitan su democrático derecho a discrepar y a expresar públicamente su disconformidad con el poder.

Con algo más de sutileza, pero con igual mezquindad, significativos segmentos de la izquierda social de este país también han reclamado su pedazo de esta fúnebre tarta. En la historia negra del periodismo nacional quedarán para siempre esas medidísimas crónicas en la que un locutor compungido condena el asesinato, puntualiza después que «no queremos justificar estos terribles hechos» y pasa finalmente a hacer una exhaustiva y descarnada descripción de todas las tropelías y maldades cometidas por la finada a lo largo de su extensa biografía política. La sistemática acumulación de estos implacables retratos post mortem provoca los efectos previsibles: entre amplios sectores de la población acaba viéndose como algo perfectamente normal que una persona «así de mala» haya acabado sus días tiroteada en plena calle. Este peligrosísimo encadenado de argumentos ha estallado con toda su repugnante violencia en los foros de internet e, incluso, les ha costado la carrera política a un par de concejales socialistas, incapaces de contar hasta veinte para filtrar sus sentimientos más primarios.

En días como estos, uno no se siente especialmente orgulloso de formar parte de un país llamado España. Pasan los años, corre el reloj de la Historia y no hay modernidad que acabe con el viejo fantasma de Caín, que reaparece con toda su fuerza destructiva en cuanto nos dan la más mínima ocasión para ello. En días como estos, resulta inevitable volver a los repetidos versos de Antonio Machado -«españolito que viene a mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón»- y recordar que el viejo poeta murió asqueado y pobre en el exilio, huyendo de una de esas periódicas explosiones de ira y de intransigencia, que se han convertido ya en marca de la casa.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats