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Misántropo

Que el fútbol es el nuevo opio del pueblo es algo sabido. No hay más que poner el oído a las conversaciones que tienen lugar en la parada del bus, en el café de media mañana, entre gente de las más variadas edades y estatus. En las universidades y en los mercados, en las sucursales bancarias y en las colas del centro comercial. No se habla de otra cosa.

No hay más que ver cómo se comporta la población mientras se televisa el partido. Cómo la tele es más altar que nunca y quienes corren detrás del balón más dioses de lo que nunca pudieron imaginar. La gente mira hipnotizada las pantallas en el que, siempre, un día sí y otro también, es un partido trascendental, algo en lo que ponen energía, ilusiones, la vida. Y es difícil escapar a esta tremenda puesta en escena, que paraliza ciudades, que encrespa los ánimos, que se convierte en el principal argumento que monopoliza las conversaciones de aquí y de allá.

Los medios de comunicación tienen buena parte de culpa de que esto sea así. Y que no me digan que qué fue antes, si el huevo o la gallina, y se justifiquen diciendo que los medios se limitan a dar lo que la gente pide. Sin la desmesurada atención provocada por esos medios, el fenómeno existiría, qué duda cabe. Pero no se habría tornado tan todopoderoso y homogeneizador.

Esta semana, mientras se celebraban uno de esos partidos del siglo, asistí a la nueva versión del Misántropo de Miguel del Arco en el Teatro Español de Madrid. De verdad que a la salida, mientras pasaba por la puerta de decenas de bares y colectivos de gente atrapada en la pantalla, de gente básica y gritona, deseé fervientemente huir de un mundo que no es el mío y virar hacia la misantropía.

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