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Enterrad mi corazón en el Barranco del Lobo

Para Felipe Navarro la noche del 28 al 29 de septiembre de 1909 fue una de las más emocionantes de su vida. Empezó con una cena-homenaje que le hicieron en el hotel Samper sus familiares, amigos y compañeros que se hallaban en Alicante. A su lado estuvo su padre, teniente coronel del regimiento de la Princesa, de guarnición en la ciudad.

Felipe era segundo teniente de Infantería y formaba parte de la guarnición de Melilla cuando comenzó la guerra contra los rebeldes rifeños el 9 de julio de aquel año. Cayó herido en una de las primeras acciones bélicas. Una bala le atravesó el brazo derecho. Permaneció en el hospital militar hasta el último día de julio, en que fue embarcado rumbo a Valencia. Pero durante aquellos días de convalecencia tuvo conocimiento de todo cuanto sucedía en el frente, de los duros combates que iban sucediéndose día a día. El último antes de que partiese hacia Valencia fue el que más tarde sería conocido como la debacle del Barranco del Lobo.

El 27 de julio, mientras una columna formada por seis compañías de infantería (compañeros de Felipe) marchaba a la Segunda Caseta para reparar la vía del ferrocarril, la primera brigada mixta fue bajo el mando del general Guillermo Pintos Ledesma a cortar el avance enemigo por las estribaciones del monte Gurugú. La mayoría de los componentes de esta brigada habían llegado a Melilla dos días antes. Con grandes dificultades, pese a la ayuda de la artillería, lograron tomar las lomas de Ait Aixa. El general Pintos ordenó entonces proseguir el avance por el barranco del Lobo, pero el terreno era cada vez más empinado y abrupto. La estrechez del barranco hizo converger a los seis batallones. El fuego con que los rifeños les hostilizaban era poco intenso porque no cesaban de retroceder. Hasta que Pintos se dio cuenta demasiado tarde de que habían caído en una emboscada. De repente, miles de rifeños surgieron de las encrespadas laderas, disparando sin cesar y atacando incluso cuerpo a cuerpo en furiosas acometidas. Sin más remedio que ascender, pues quedarse en el fondo del barranco era lo mismo que esperar una muerte segura, los militares españoles escalaron desesperadamente, sin control, sobre todo tras la caída del general y de la mayoría de los oficiales. La salida de aquel lugar fue tremendamente difícil para quienes por fin lo lograron. Uno de los sobrevivientes que fue trasladado al hospital militar le contó a Felipe lo ocurrido.

Cuando embarcó rumbo a Valencia dos días después, Felipe todavía no conocía el alcance real de la debacle. Aquel día en el Barranco del Lobo cayeron más de mil compañeros suyos y la noticia conmocionó al país. Una coplilla popular empezó muy pronto a difundirse por España, cuya primera estrofa decía: «En el Barranco del Lobo / hay una fuente que mana / sangre de los españoles / que murieron por la patria».

Ya en Alicante, Felipe siguió con interés las noticias que llegaban de Melilla y que eran publicadas a diario por la prensa. El 7 de septiembre asistió en el cine de verano Salón Alhambra (situado en la calle San Fernando) a la proyección de una película anunciada como «el grandioso espectáculo de la guerra hispano-marroquí» y compuesta por «cuadros cinematográficos que darán idea exacta de lo que es aquella lucha». A Felipe no le hacían falta aquellas imágenes para hacerse una idea cabal de lo que allí estaba pasando, pero le gustó ver en la pantalla aquellos lugares y personajes que tan bien conocía: el puerto melillenºse, el general Marina (famoso en toda España por ser el jefe de las tropas que combatían en Melilla), el rifeño Asmani, más conocido como «el Gato» (confidente de Marina y tan famoso como éste, sobre todo entre las féminas), los cañones Schneider?

Finalizaba la cena en el hotel Samper aquella noche del 28 de septiembre cuando alguien trajo la noticia del Gobierno Militar: un telegrama anunciaba que las tropas españolas habían ocupado Zeluán y se estaban aproximando al Gurugú.

Este telegrama oficial se publicó en la pizarra del Casino a las once. El grupo de personas que allí se congregaba, después de prorrumpir en una ovación, improvisó una manifestación que fue creciendo según recorría las calles céntricas de Alicante, con bandas de música que fueron incorporándose. La multitud se detuvo durante unos minutos frente al Ayuntamiento y el Gobierno Militar, así como en los domicilios de algunos militares, como el del general Villa, a las dos de la madrugada, y los comandantes Montero y Trejo, muy cerca ya de las tres y media. Un reportero del Heraldo de Alicante calculó que eran más de seis mil los manifestantes. También se detuvieron frente al edificio donde vivía Felipe. Así lo contó el periodista: «(?) como saben nuestros lectores, está herido de un balazo en un brazo, recibido en el campo de Melilla. Al aparecer este militar en el balcón, el público entusiasmado le aclama durante largo rato. El teniente Navarro, visiblemente emocionado, sólo puede gritar "¡Viva España!". La mayoría de los manifestantes estrechan la mano del militar herido. Hay que advertir que el balcón al cual estaba asomado el Sr. Navarro, era de un entresuelo».

Pero no todos los alicantinos recibieron con alegría aquella noticia. El mismo reportero sigue contando: «Más tarde, en la calle Bazán esquina con la de San Ildefonso, los manifestantes se indignaron al ver colgaduras negras (símbolo de oposición a la guerra) en los balcones de una vivienda. Un periodista entrevistó a la dueña de la casa, la viuda de Vicente Guarinos, quien se justificó diciendo que hacía tiempo que tenía en un baúl tres mantones negros y que precisamente ese día los había puesto al aire para que no se apolillasen».

Naturalmente, aquella mujer no se atrevió a decir la verdad. Los crespones negros lucían en los balcones alicantinos casi tanto como las banderas nacionales.

La movilización obligatoria de los reservistas pobres (los ricos podían librarse mediante redención económica) había provocado una serie de graves sucesos durante la última semana de julio en muchas poblaciones españolas. La Semana Trágica, así llamada poco después, no tuvo en Alicante la misma repercusión que en otros lugares, como Alcoy y Elche, pero también se vivió entre los alicantinos con gran tensión.

Esta tensión fue aparentemente disminuyendo. Mientras la prensa conservadora mostró desde el principio su ardor patriótico, la progresista empezó oponiéndose a la guerra, para después ir suavizando paulatinamente sus editoriales hasta mostrarse comprensiva y por fin entusiasmada con las victorias del ejército español. Pero realmente la tensión seguía latente en una buena parte de la sociedad.

En Alicante, muchas personas seguían con ansiedad las noticias que llegaban de Melilla, preocupadas por sus hijos, esposos, novios, hermanos o padres, allí destinados. No en balde aquella popular coplilla seguía diciendo: «¡Pobrecitas madres, / cuánto llorarán, / al ver que sus hijos / a la guerra van! / Ni me lavo ni me peino / ni me pongo la mantilla, / hasta que venga mi novio / de la guerra de Melilla». Madres alicantinas como María Concepción Gisbert Beneito, cuyo hijo Alberto Lozano, segundo teniente, murió en el Barranco del Lobo pocos días después de cumplir 24 años. O como las madres de Ángel Monet Cárdenas y Pedro Perelló Soliet, muertos en combate el 23 de julio, pese a que el diario valenciano El Pueblo publicara por error el 17 de agosto que habían sido dados de alta. O como Flora Aracil, cuyo hijo Antonio Alcaraz, bautizado en San Nicolás el 22 de junio de 1887, soldado de infantería, falleció de gripe en el hospital melillense el 27 de julio, con 22 años. O como Rosa Orts, madre del soldado Emilio López, nacido en Benidorm pero residente en Alicante, herido en un costado el 18 de agosto, quien vio rechazada el 23 de septiembre la petición de ayuda que dirigió a la Junta de Damas (que organizaba actos benéficos para recaudar dinero con que socorrer a las familias de los combatientes, presidida en Alicante por Lucía Ametller Pascual de Pobil) porque su hijo no se hallaba hospitalizado en Alicante, sino en Valencia.

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