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El fin de los trajes

RETALES

Hubo un ingenuo acusado en el caso de los trajes de Camps que admitió su culpa antes del juicio, pagó la multa y entregó los trajes al tribunal. Eligió un minuto de picota antes que varias semanas de titulares escarnecedores y pronto se desvaneció. Como saben, Costa y Camps optaron por resistir hasta ser absueltos por un jurado de comprensivos conciudadanos, con lo que eludieron la multa y conservaron el atrezo. Años más tarde, el tribunal que custodia los trajes ha decidido arrojarlos a la basura, una alegoría certera de aquella época que deparó fortuna a unos pocos y fecundó la miseria del resto, la España eterna de penitentes a tiempo parcial y fanfarria trascendente en la madrugada. Dos ternos en un contenedor con su etiqueta judicial descolorida y las solapas tan deshilachadas como el asfalto tras una carerra de Fórmula Uno o el misal del Papa en pantalla gigante de Canal 9. Los trajes han acabado, literalmente, en el basurero de la historia.

AVE FÉNIX

Hay dos explicaciones para la enésima avería de un avión de la casa real. La primera, que el propio rey haya arrancado unos cables para evitarse el soponcio de cada año durante la interpretación del himno nacional en la final de copa. La segunda, más probable, tiene que ver con el aforismo de que la coincidencia más sospechosa siempre es que se produzcan varias coincidencias simultáneamente. Es tan increíblemente milagroso que todavía no se hayan celebrado unos funerales de Estado con la caja negra del avión en lugar de ataúd como que la familia real sufra las mismas peripecias que los pioneros que se desplomaban con sus cacharros de cartón tras treinta segundos de vuelo. Las instituciones hacen el ridículo forzando esta imagen menesterosa. Si se trata de manipular a la opinión pública para que acepte una renovación de la flota en tiempos de estrecheces, ahorrémonos estos sobresaltos que provocan más hilaridad que preocupación.

LOS FIELES

Rondaban las once y media de la noche cuando el trono se ha detenido en la penúltima esquina. En su interior debía de haber treinta o cuarenta costaleros agonizantes tras dos horas de calvario y los espectadores guardaban el silencio exigible a la pompa del momento. De repente, una voz arrebatada ha surgido del interior del trono: «Gol del Madrid». Aunque no estuviera incluido en el programa, he temido que los costaleros merengues comenzasen a balancear el trono pugnando con sus depauperados compañeros culés. Puestos a indagar sobre el fenómeno religioso en España, el fútbol tiene mucho más de éxtasis colectivo que un batiburrillo difuso de fe, tradición familiar, vanidad social o herencia cultural. Es un nuevo paganismo con su olimpo de dioses enfrentados y cierta mística idólatra que venera a multimillonarios en calzones. Sé de qué les hablo ya que soy seguidor del Atlético de Madrid y este año me siento como si perteneciera a una secta satánica.

EN CAMPAÑA

Cuando se convocan elecciones europeas, los alemanes suelen discutir sobre temas elevados pero tediosos como las instituciones comunitarias, la política económica o el alud de la inmigración; sin embargo, en España el debate se centra en cuánto dinero de los fondos europeos se ha esfumado esta vez sin que nadie pueda dar razón de su paradero. Ocurrió con las ayudas al lino (teóricamente estábamos produciendo más lino que China e India juntas) y ahora ocurre con los fondos para cursos de formación. El tema afecta a todas las comunidades autónomas aunque se está incidiendo en el caso de Andalucía, donde todo es forzosamente más aparatoso y el dinero parece desaparecer a la misma velocidad que crece el número de parados. El ministro del Interior puede perjurar que los informes policiales han aparecido precisamente ahora debido a la intercesión de algún santo, pero cualquier observador llegado de Marte concluiría que «los españoles han entrado en campaña».

¿GABO?

Por curiosidad maliciosa, he preguntado hoy a una buena docena de universitarios por García Márquez. Casi ninguno sabía quién era, aunque a la mayoría de ellos les resultaban familiares expresiones como «Cien años de soledad» o «El amor en los tiempos de cólera». Es una carencia perfectamente obvia dado que los universitarios españoles ni siquiera leen necrológicas, no digamos ya novelas. Además, la obra de García Márquez es de traducción cinematográfica arriesgada, lo que dificulta su conocimiento por aproximación indirecta. La lectura siempre ha sido una actividad minoritaria, inluso cuando sólo existía Guttenberg, pero ahora se ha convertido en una excentricidad que nada tiene que ver con las nuevas tecnologías: los jóvenes tampoco leen libros electrónicos. Con lo que hoy todos los diarios y boletines apabullan con una información casi monográfica sin que la juventud española 2.0 haya pestañeado ante la muerte de uno de los escasísimos escritores a quienes no hace falta haber leído para hacerle un elogio, esto es, un clásico. No sé si es paradoja o moraleja.

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