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Propaganda o debate

Vivimos en una situación socioeconómica tan complicada que es difícil pedirle a nadie que haga el esfuerzo necesario para poder entenderla. Ese esfuerzo es mucho esfuerzo y no está garantizado que pueda ofrecer rendimientos palpables. Hacen falta muchas ganas, tiempo y las orientaciones bibliográficas adecuadas para sumergirse en el mínimo de lecturas necesario para desenvolverse, con un cierto nivel de comprensión, entre los ingentes volúmenes de información que nos suministra el día a día. Conocer algunos fundamentos de la economía financiera o del papel de los bancos centrales en relación con el valor de las monedas y, por tanto, en relación con las condiciones para el crédito, la exportación o la llegada de turistas es inevitable, si se quiere seguir la evolución de la política económica. Lo mismo se puede decir de la complejidad de las Instituciones europeas y de sus enrevesados mecanismos de adopción de acuerdos, por poner algunos ejemplos. Es el sino de los tiempos. Gobernar un mundo tan complejo y tan interdependiente no podía ser una tarea fácil, algo que se pudiera abordar desde el conocimiento de unas pocas reglas que se aprenden en dos tardes.

Las decisiones de gobierno responden, hoy, a complicados juegos de fuerzas, económicas, ideológicas, geopolíticas o de otra índole, y su motivación última no resulta fácilmente comprensible, en muchos casos. Cuando no se puede explicar lo complejo, se recurre a la simplificación.

Como de esas decisiones se deriva el reparto de cargas y beneficios que se produce en la sociedad, el análisis simplista suele recurrir al uso de la teoría de la conspiración: si las cosas van mal es porque una minoría de privilegiados conspira contra los intereses de la mayoría de la población, obteniendo suculentos beneficios con ello. Recurrir a este tipo de teorías no es nuevo pero me parece que últimamente se hace de forma más grosera. Tal vez porque nunca los problemas han sido tan complejos como ahora, nunca se ha simplificado tanto como ahora. Por supuesto que ha habido, hay y habrá minorías que trabajen, o conspiren si se prefiere, para alcanzar sus objetivos de riqueza o de poder. Nada que objetar si se hace dentro de la ley, porque todos tenemos derecho a perseguir nuestros objetivos o a defender nuestros intereses.

Tampoco ignoro que minorías poderosas, con una fuerte comunidad de intereses, han conspirado y conspiran al margen de la ley para extender sus privilegios. Las oligarquías no han desaparecido, al contrario. Lo que me asombra, en la situación actual, es la simplicidad con que se acepta que una minoría puede secuestrar la voluntad de la mayoría, viviendo en un sistema democrático y cómo se mete en el saco de esa minoría a toda la denominada «clase política», sin distinción. Supongo que es más fácil demonizar a todos «los políticos» que adentrarse por el proceloso camino de entender, de verdad, lo que pasa. Aunque, bien mirado, a algunos denominados creadores de opinión, porque hablan o escriben para el público, habría que exigirles un mínimo esfuerzo de conocimiento y un mínimo rigor a la hora de pronunciarse.

Tampoco es tanto lo que se pide. Entre «políticos» y «políticas», o debería decir acciones políticas, hay enormes diferencias. Tan enormes que se ven a simple vista. Sólo hay que fijarse un poco. Muchos opinadores, y muchos ciudadanos, consideran que nuestro sistema político se aleja mucho de lo que debería ser una auténtica democracia. Juzgan que esa es la causa que ha permitido a los «políticos» constituirse en una casta «extractiva», como se dice ahora, que está expoliando al país. Si se quiere huir de generalizaciones estériles, que sólo benefician a los peores, deberíamos empezar valorando a los «políticos» en función del respeto que demuestran hacia los elementos esenciales de esa democracia que todos decimos pretender. Nadie me discutirá que entre estos elementos se encuentra el sometimiento a las leyes, la obligación de rendir cuentas, el ejercicio sin abuso del poder o la aceptación de la deliberación y el debate con los adversarios políticos.

Durante la última semana, el Consell de Fabra ha violentado todos esos elementos. Ha vuelto a ser condenado por el Tribunal Superior de Justicia por negarse a facilitar documentos a diputados de la oposición, ha vuelto a impedir que se hagan públicos los sondeos que hace la Generalitat y que se pagan con dinero público, no acude a la sesión de control de les Corts, alegando una visita de una hora de Durao Barroso y retira 3'7 millones de euros de diferentes Consellerias, como Sanidad y Educación, para aumentar la partida dedicada a «Publicidad institucional».

El gabinete de Fabra va a gastar este año 5'5 millones de euros para que todos sepamos que «Som Comunitat» y que el Consell hace bien las cosas. Páginas completas de periódicos con ese mensaje o programas de radio que no tienen más anunciante que ese eslogan del Consell. Hacer regalos con dinero público para que a uno le traten bien, se llama eso. Y mientras, las sesiones plenarias de les Corts, donde podemos hablar todos, se mantienen bajo mínimos por imposición del PP, obligando a todos los diputados a cargar con el reproche de que nos pasamos la vida de vacaciones.

No es difícil valorar las actitudes de los políticos cuando las diferencias entre los comportamientos son tan evidentes. Otra cosa es que no se quiera hacer o se prefiera generalizar y meter a todos en el mismo saco. Cuando unos eligen propaganda pagada con dinero de todos mientras otros exigen debates públicos, hay pocas dudas sobre quién está del lado de la democracia más auténtica.

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