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Pobres empresarios

He leído que la COEPA debe 450.000 euros a proveedores, cuotas impagadas a CEOE y CIERVAL, indemnizaciones y nóminas; tampoco ha pagado el IBI de 2012 y 2013. En otros momentos se indicó que tuvo que renunciar al uso de su sede corporativa y que vivía prácticamente de subvenciones. Situación parecida atraviesa la Cámara de Comercio. Confieso que leo estas cosas con fruición. Y no porque me alegre especialmente de que las cosas vayan mal a las asociaciones de los empresarios alicantinos, sino porque aún me hacen concebir alguna esperanza en la existencia de una justicia poética terrenal. Y es que hemos aguantado, años y años, la prepotencia de muchos dignatarios empresariales. Prepotencia frente a los débiles, que ante el poder todo fue sumisión. Ya sé que hubo un tiempo en que algún dirigente decía una cosa de tamaño medio en la famosa Noche de la Economía Alicantina: entonces era portada en este diario, los jefecillos de Valencia hacían un mohín de disgusto, apenas nada, y a pasar página, a sus órdenes, Molt Honortable.

Los empresarios, con la aquiescencia de poderes mediáticos y partidos principales, siempre han gozado de la ventaja de presentarse a sí mismos como «la sociedad civil» y hacer pasar sus interés privativos como los propios de toda la comunidad, viniera o no viniera a cuento. Ante esa pantalla mentirosa se podía proyectar una permanente ceremonia de la confusión que incluía, primero, el encubrimiento de las diferencias entre los mismos empresarios, en detrimento de los pequeños y medianos y, luego, los intereses profundamente egoístas y cortoplacistas del empresariado con mando en plaza. La prueba es que su modelo económico, unido en Santa Alianza al del PP, ha sido el modelo que se ha hundido, el que provoca que en la Comunidad Valenciana la crisis sea más fuerte y que, en su caída, haya arrastrado a las propias entidades patronales, cuyos líderes se pasaron lustros diciéndonos a todos los demás lo que teníamos qué hacer. Son los empresarios que nunca levantaron la voz ante el éxtasis del ladrillo; los que demandaban día sí y día también infraestructuras que, muchas veces, sólo servían para promover gastos improductivos; los que pedían infinitos «grandes eventos» donde lucirse junto a sus señores políticos y que acabaremos de pagar dentro de varias décadas; los que hundieron con deleite la CAM -con ayudas políticas y académicas, todo hay que decirlo-.

Y los que concurrieron a la juerga de la corrupción o, al menos, los que respetuosamente la velaron con su silencio. ¿O es que detrás de cada político comprado no aparece la sombra de un empresario? ¿Hemos visto que las asociaciones empresariales hayan expulsado a uno de estos o que, al menos, discutan esa posibilidad? Ni se les pasa por la cabeza. Primero porque diezmar las propias filas es lo que les faltaba. Y, segundo, porque han sido felicísimos promotores de una idea siniestra: la misión de un empresario es ganar dinero y para ello cualquier sistema es lícito. ¿Cuántas veces hemos oído ese discurso? Incluso ha permeado capas sociales dedicadas a otras cosas. Lo que subyace a esa idea es tremendo: el empresario está por encima de los ciudadanos «normales» en lo jurídico-político y por debajo en lo moral. ¿Se sorprende alguien de que ahora la crisis podamos interpretarla como un episodio de lucha de clases? Con un gran empresariado que, salvo honrosas excepciones, no ha dado muestras ni de sensibilidad ni de responsabilidad social -no confundir con fotografiarse en mercadillos de caridad-, ¿cómo va a recomponerse la cohesión rota?, ¿cómo vamos a fiarnos de quien es incapaz de cuidar su propia casa?

Quizá por eso las palabras «empresario» o «patrón» están en declive. Se estila mucho más «emprendedor». Un emprendedor con un «coach» al lado es el sueño de todo militante del PP y de buena parte de los narradores de lo cotidiano. Yo veo más emprendedores a los que luchan por la salud o la educación públicas o a los que se parten la cara por pensiones dignas o la defensa de las personas con dependencia. Porque cada mañana han de emprender un camino de abrojos para defender lo que es justo. Aunque sus nombres no circulen por las pantallas o los papeles, reservados mayormente a los inventores de estupideces que durarán en el mercado un estornudo. Vale: de entre esas ocurrencias alguna servirá. Quizá incluso alguno cree un puesto de trabajo. Pero con su fulgor indómito ocultan y manipulan la realidad de los empresarios que amenazan a sus trabajadores, los que imponen salarios de miseria, los que despiden a embarazadas? ¿hace falta seguir? Póngale usted nombres.

En este mundo en que la clase dominante y sus lacayos políticos -¡qué gusto, recuperar las viejas palabras!- hacen de la meritocracia un sucedáneo de la ética pública a nadie se le ha ocurrido pedir un examen para ser empresario, la valoración de ciertas características morales, la acreditación de algunas habilidades. Se me dirá que el artículo 38 de la Constitución reconoce «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado» y que el ejercicio de ese derecho es lo que hace a alguien empresario. Y es cierto, aunque hay que recordar que todo Derecho admite límites. Pero, en todo caso, en el mismo Capítulo del mismo Título constitucional -y, por lo tanto, con la misma protección-, habita un enojoso artículo 35: «Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo». Pues bien: no he escuchado nunca a una asociación patronal defender este Derecho. Sus dirigentes aluden rutinariamente a la necesidad de crear empleo, pero es, siempre, como argumento para que los salarios bajen hasta que la remuneración no sea suficiente para satisfacer las necesidades personales y familiares; tampoco he visto a los grandes empresarios muy preocupados porque los salarios medios de las mujeres sean más bajos que los de los hombres.

Conclusión: pena, pena, no me dan. De hecho dan más risa que pena. Maldita la gracia.

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