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Comunidad paria

El Secretario de Estado de Administraciones Públicas, Antonio Beteta, aterrizó por Alicante y dejó claro que, al menos a corto plazo, hay que olvidarse de un nuevo modelo de financiación autonómica. Piensa reunir al Consejo de Política Económica y Fiscal a la vuelta de las vacaciones, pasadas las europeas y a nueve meses de las elecciones autonómicas. Muy complicado parece que en ese momento sea posible alcanzar siquiera un pacífico acuerdo de intenciones, arrastrando el calorcito estival, la resaca post-electoral y el escenario de tensión inherente al último año de gestión de la mayoría de los ejecutivos autonómicos del país. Para unos, no es momento de ceder privilegios. Otros ya están demasiado tocados, y a estas alturas de la película no creen en milagros.

De tan difícil es casi un acto de fe confiar en soluciones que corrijan el agravio. Más aún cuando la nueva fórmula no se sustentará en el gasto por habitante -criterio que podría beneficiar a la Comunidad Valenciana-, sino en otros aspectos que, como la dispersión de los núcleos habitados, la extensión territorial o el envejecimiento poblacional, no son tan favorables para esta tierra. Así lo había adelantado Beteta en la Comisión de Hacienda del Congreso de los Diputados. En conclusión, que nos quedamos como estamos y a la espera de nuevos recortes. «Hay todavía recorrido de eficiencia, de reducción del gasto y de reducción del coste de prestación de los servicios», declaraba esta semana el conseller Moragues. Interprétenlo como les parezca oportuno, pero no suena nada bien. Más tijera.

Dice Beteta que no puede reconocerse la existencia de una deuda histórica porque, según alega en esta ocasión, no fue incluida en el Estatut de Autonomía. Cada día nos cuentan una milonga distinta. Ahora no se discute que la deuda pudiera existir, sino el hecho de que no fuera reclamada en tiempo y forma. Si el problema se limitara a ser una deuda del pasado -realmente histórica y no presente ni futura- podríamos aplicar el viejo dicho valenciano de «será per diners» y, venga, pagamos nosotros esta ronda. Sería un asunto zanjado y acabaría constituyendo nuestra voluntaria aportación para que otros -curiosamente, algunos de los que hoy critican a esta Comunidad- hayan podido mejorar su calidad de vida en las últimas décadas. Pero la herida va agrandándose.

La cuestión ha ido más allá de la historia, condicionando el presente y proyectándose en el futuro. Y sin visos de cambiar a mejor. Algo que, más que preocuparnos, debería hacernos pensar qué carajo estamos pintando en esta España desvertebrada de la que somos parte. La realidad es que, a lo largo del periodo de vigencia de este maldito modelo de financiación autonómica, nos hemos convertido en la segunda comunidad autónoma que más se ha empobrecido, disminuyendo nuestro Producto Interior Bruto en un 10.1% entre 2008 y 2013. Por cierto, la provincia de Alicante ha sido la peor parada. Si lo que se buscaba con este sistema era redistribuir riqueza, es evidente que alguien se ha llevado nuestro queso. El modelo de Zapatero, que hoy critica con razón Ximo Puig, nos ha hecho más pobres de lo que ya éramos en 2008. Pero, a la vista de lo que nos adelantan, el de Rajoy nos acabará rematando. Y, siendo ya socios del club de las comunidades pobres, parece más perversa la negativa del gobierno de la nación a encontrar una solución urgente.

Desde Madrid nos dicen que el sistema de financiación es injusto. Beteta reconoce que el actual modelo no gusta y que genera resultados muy dispares. Por su parte, Montoro manifiesta públicamente que esta Comunidad ha hecho un «esfuerzo muy importante» en la reducción del déficit. Hasta ahí llegan, antes de exigirnos más recortes. No sé, pero tengo la sensación de que nos pasan la mano por la espalda, mientras escuchamos aquello de «pobrecitos, que injustos son con ellos y cómo se esfuerzan», para acabar recordándonos que «la vida es como es y hay que seguir recortando». Para que España mejore en su conjunto, alguien tiene que joderse. Y para eso estamos nosotros.

Se nos queda cara de idiotas al ver cómo se negocia con otras comunidades. Me llevan los diablos cuando escucho al presidente extremeño, José Antonio Monago, vacilar de cómo cumple con el objetivo de déficit mientras ataca al gobierno de Alberto Fabra. Nada tendrá que ver que, por cada uno de sus conciudadanos, el Estado suelte un 20% más que cuando se trata de uno de por aquí. Con una deuda histórica de 13.500 millones -superior al presupuesto anual de la Generalitat Valenciana- aún tenemos que aceptar que la factura siga incrementándose por un modelo injusto. Y, para colmo de males, soportando la imagen de manirrotos con la que nos quieren identificar permanentemente, como si el imperio del derroche siguiera campeando en nuestra triste Comunitat.

Esta misma semana, casi llegamos al esperpento de tan parias en que nos hemos convertido. Por una parte, todo un vicepresidente de la Generalitat, como José Císcar, agradecía a la Diputación de Valencia que ésta asumiera el coste de los servicios sociales, por más que se trate de una obligación de la administración autonómica. Y, para mejorar nuestra proyección internacional, albergábamos una cumbre de ministros de Asuntos Exteriores en una cutre carpa. Ya ven, esto ya no es lo que era.

Se han acabado los argumentos basados en los números. Cada vez que esgrimimos un dato objetivo, no nos hacen ni puñetero caso. Aquí ya no hay línea roja que evitar, porque se ha sobrepasado con creces. Empieza a ser obligado contemplar medidas más drásticas, como renunciar a las competencias infrafinanciadas, o retrasar la devolución del Fondo de Liquidez Autonómica y sus correspondientes intereses. Ni deben asumirse servicios que no puedan ofertarse con unas mínimas condiciones de calidad, ni es justo priorizar la devolución de créditos al Estado cuando existen necesidades más perentorias en esta Comunidad. ¿Qué perdemos el autogobierno? Dudo que realmente nos quede algo, más allá de lo estrictamente folclórico ¿Qué sería ilegal incumplir con los pagos al Estado? No más que la constante obstaculización a la igualdad de derechos constitucionales. Porque, según parece, éstos no son los mismos para un ciudadano valenciano que para un vasco, catalán o gallego.

Somos, guste o no, una comunidad paria. O vamos camino de serlo.

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