Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Semana Santa, pues mira qué bien

Es Semana Santa, lo que podría indicarnos una obviedad como que el resto del año, por delante y por detrás, ya lo verán porque ya lo han visto, ha sido muy cabrón. Muy mucho, ya llevamos unos cuantos, a pesar de la recuperación económica que esgrimen y alientan aquellos que se apoyan en rogativas a vírgenes y rocíos para pedir un trabajo y un futuro para los demás que nunca llega. Es la teoría de la Divina Providencia de siempre cuyo resumen chistoso siempre ha sido el mismo: tú confía con la Virgen, y sus mediadores, añado, y no corras. Y reza, añade la Iglesia.

Pero la providencia siempre ha estado aliada en nuestro país con los señoritos de siempre y la Virgen anda muy atareada estos días, el resto del año también, procesionando por doquier en busca del hijo caído por enésima vez, y no tiene tiempo más que para saraos y acompañamientos de capirotados bajo el rictus inconmensurable de la jerarquía eclesiástica que haciendo de ella misma no se pierde una. Ocasión procesional propicia, marca España, para andar «et urbi y con cuatro ojos» al acecho de gais y lesbianas, madres a punto de abortar y encapuchados tocándose la entrepierna, con lo malo y pecaminoso que eso es de cara al prójimo, mientras la Virgen de turno, sevillana o madrileña, llora y ahora sabemos por qué. Oye, Virgen, ¿a qué hora te viene bien que quedemos, por aquello de lo mío?: «Lo siento pero esta semana la tengo liada entre procesiones y cursos de formación a los que no iré, ya si eso ya te llamo yo».

¡Por Dios! no me acostumbro, y, aun habiendo sido vacunado hace tiempo contra sotanas, solideos y mitras (estas siempre me han parecido símbolos fálicos), en esta semana me vendrá algún tipo de alergia en forma de urticaria religiosa aguda que tendré que tratar releyendo en el campo, terapéuticamente, por un poner, con algún libro de Puente Ojea como por ejemplo su famoso Elogio del ateísmo. Y me vendrá bien ahora que el Cordero de Dios se ha quedado, querido niño hambriento, solo en pan duro y cuando toque, si es que te toca.

Ojalá hubiese alguna vacuna para estos menesteres. Y, al igual que muchas familias están haciendo con la de la varicela, cosa que no aconsejo, me iría hasta Francia -París bien vale una misa- para conseguirla antes de que su sistema sanitario haga las mismas aguas fecales que el nuestro merced a la providencia de sus políticos farsantes. Pero cualquiera se va a Francia. Lo mismo llegas y providencialmente te congelan el sueldo o la pensión o incineran el sistema sanitario público mientras estás en las mismísimas urgencias a las que has acudido por un ataque agudo de caspa romántico, como es de suponer hablando de tal ciudad y de esta semana. O te tiran en la frontera los pepinos, los tomates y la mona, directamente. Y esto solo puede significar que España ha dejado de ser diferente para igualarse al resto de Europa en aquello del futuro intestinal, escatológicamente hablando.

Semana Santa, semana de dolor. Esto no lo arregla, visto lo visto, ni Dios pues mientras su celebración puede corresponder sin duda a la tradición, o a ese sentido histórico de orgullo por el mismo o por la «festeta» más bien, otros intentan carnalizar la figura de un Cristo redentor del que se sabe más bien poco pero al que muchos le han sacado un rédito increíble, «para sé y per sé» y unos ropajes afeminados que ya no se llevan. Pero, claro, una cosa es no comulgar con ruedas de molino y otra «chaparte» a una providencia encabronada en que el futuro de nuestros hijos pasa por trabajos y sueldos de mierda en trabajos temporales al uso o por los programas de cocina y de cantantes noveles que se hacen famosos por un día o dos. Si ese es el destino de nuestros hijos que venga Dios y que lo vea. España, que sigue siendo aquella reserva espiritual tan añorada por algunos, se ha convertido en una tierra procesional por la que desfilan los cadáveres de numerosos ciudadanos convertidos en los cristos de una pasión escrita y alentada por guionistas expertos en el sufrimiento ajeno. No les ha temblado el pulso, en nombre de no se sabe qué, ni aun si aquellos crucificados han sido niños, jóvenes o ancianos, madres o padres en paro, sanos o enfermos, negros o blancos, asistidos o desasistidos. Ahora los veremos darse golpes en el pecho mientras su sanedrín continúa lavándose unas manos enguantadas de blanco antes y después de coger algún sobre, por aquello de no dejar huellas. Ni para mear se la tocan.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats