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Policías y ladrones

Nos enseñaron de pequeños que la Policía siempre se lleva detenidos a los malos y que los jueces son unos señores muy serios y muy justos, que aplican escrupulosamente los santos preceptos de la ley. Con estas sólidas creencias navegamos seguros por la vida, guiados por la reconfortante certeza de saber quiénes eran los héroes y quiénes eran los villanos de la película.

Vivíamos tranquilos e ingenuos en ese mundo perfecto, hasta que hace unos años las fuerzas del orden tuvieron la desgracia de descubrir una complicada y sórdida red de financiación ilegal en el primer partido político de España: el PP. A partir de ahí, nuestro plácido universo se derrumbó estrepitosamente y las seguridades saltaron en mil pedazos. Empezaba así una gigantesca operación política y mediática, destinada a confundir los papeles de la función y a difuminar hasta la desaparición la delgada línea que separa el bien del mal.

Enfrentado a asuntos del calibre del caso Bárcenas, la Gürtel o el saqueo de Caja Madrid, el PP tenía que optar entre dos salidas. La primera consistía básicamente en admitir las culpas y depurar responsabilidades, sacando del partido y de sus cargos públicos a aquellas personas que guardaban alguna relación con estos procesos de corrupción. La segunda salida era mucho más cómoda y pasaba por echarle directamente las culpas al árbitro; o lo que es lo mismo, por cuestionar la acción de la Policía y de los jueces.

Como era de esperar, los populares optaron por esta última vía, protagonizando un arriesgado ejercicio de negación de la realidad, que al final se ha saldado con un éxito rotundo: escándalos que en un país normal harían temblar las estructuras políticas, se han convertido aquí en un inofensivo «runrún» mediático cuyos daños están perfectamente controlados.

El resultado de esta doctrina es un terreno de juego político totalmente embarrado, del que empieza a desaparecer cualquier resto de ética. Nos escandalizaríamos si un butronero detenido tras asaltar 20 fábricas criticara los métodos de la Guardia Civil y en cambio, nos parece absolutamente normal que un alcalde, al que un constructor le ha regalado un piso de 200 metros a cambio de una recalificación de terrenos, convoque una rueda de prensa arremetiendo contra la Policía y los jueces, acusándolos de actuar como los instrumentos de un estado totalitario. Un rosario de magistrados expedientados y de agentes de la ley apartados de sus investigaciones ratifica el rotundo triunfo de aquel viejo que axioma que señala que la mejor defensa es un buen ataque.

En medio de este panorama, a nadie debería extrañarle que Esperanza Aguirre haya iniciado una cruzada contra los guardias que la multaron por aparcar en un carril bus y que después, la persiguieron por darse a la fuga por las calles de Madrid. La expresidenta madrileña se ha limitado a aplicar la política oficial de su partido en estos temas y no quiere ser menos que los diputados imputados que abarrotan las Cortes Valencianas o que los directivos populares agraciados en el reparto de sobres de dinero negro.

Tal vez por eso, la veterana política parece sorprendida por el hecho indignante de que los agentes que la sancionaron no estén ya en la cárcel, acusados de un delito de retención ilegal y de chulerías machistas varias sobre una venerable anciana, que sólo quería sacar dinero de un cajero automático.

Las causas últimas de este tipo de situaciones van mucho más allá de las meras rentabilidades del corto plazo político. Estamos ante un intento serio y perfectamente planificado para conseguir un estado de impunidad permanente para todos aquellos privilegiados que viven instalados en las cercanías del poder. Estamos ante los primeros pasos de la institucionalización de dos versiones distintas de la ley: una ley dura, estricta y ejemplar destinada a los pringados ciudadanos de a pie y otra llena de trampas y de vías de escape, de la que podrán disfrutar en exclusiva los que hayan tenido la suerte de colocarse como políticos.

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