Artur Mas no quiso volverse ayer de la Carrera de San Jerónimo con el rabo entre las piernas como le ocurriera a Ibarretxe con su plan y optó por seguir la estrategia emprendida con el mando a distancia que siempre resulta más cómodo. En cambio, en un acto en Girona de una empresa de postín en la víspera de la sesión parlamentaria, no tuvo empacho en estar con el heredero de la Corona y sumarse al brindis de éste «por el futuro esperanzador que queremos forjar juntos», dentro de una apuesta decidida del Príncipe de Asturias ahora que nos la jugamos todos empezando por él.

Tras el rechazo del Congreso a la consulta, en el mejor de los casos estamos igual y con el símbolo más internacional de Cataluña en otra encrucijada hoy en el Manzanares. Para no querer saber nada de Madrid, están allí todo el día. El Barça se ha convertido en el estandarte de una aspiración.

De hecho, dentro de una afición fría según se harta de repetir ese esteta del arte de vivir que es Dani Alves, el estadio se enciende más con la reclamación de independencia que con el juego del equipo esta temporada. Algunos de los participantes en la competición insisten en que lo único que están haciendo es buscar una salida al callejón en el que se ha metido Mas, pero da la impresión de que esa fase del juego ha sido superada y que lo que empezó siendo coartada para escapar de unos pésimos registros económicos se ha convertido en su único leitmotiv y en algo seguido con mucha mayor pasión que antes del lío. Aunque, cuidado, que nada suele se tan sólido como parece. Sin ir más lejos, al mejor Barça de la historia sólo le queda en la racha que ha cogido que Shakira deje a Piqué y se junte con Figo. Y si a Casillas le diera con todo el derecho por cambiar de acera, el único capaz de evitar que esto se fuese al garete ya sabemos quién sería. Un Del Bosque, efectivamente.