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Consensos y sondeos

a noticia de la semana ha sido, sin duda, la muerte de Adolfo Suárez. No voy a añadir nada a los ríos de tinta que han corrido para glosar la figura del expresidente. En mi opinión, fue un hombre clave para que la transición de la dictadura a la democracia llegara a buen puerto, aunque no faltaron miles de colaboradores necesarios para el éxito de esa difícil operación. Reciba, pues, cada uno la parte del homenaje que le corresponda y felicitémonos de que todos estuvieran a la altura de las circunstancias.

Y de eso quiero hablar, de las circunstancias. La valoración de las actitudes políticas no se debería hacer sin tener en cuenta el contexto en el que se producen. Digo esto al hilo de las comparaciones que se han realizado estos días entre la manera de actuar de Suárez y la que perciben los ciudadanos en el comportamiento de los representantes políticos en la actualidad. Múltiples voces se han hecho presentes en el espacio público reclamando, a los dirigentes actuales, consensos como los de entonces para resolver los problemas que hoy nos aquejan. Es curiosa la situación que vivimos: por un lado, se aprecian denodados esfuerzos por revisar la historia de la transición, situando el origen de los males actuales en los errores que se cometieron y en las renuncias que se aceptaron, en aquel tiempo; por otro, se reclama persistentemente el acuerdo y se añora la figura de Suárez como hacedor de acuerdos. En mi opinión, ni la transición se hizo tan mal, ni las circunstancias permiten reproducir las actitudes exhibidas en esos momentos.

Tras la muerte de Franco, la sociedad española se enfrentó a un dilema: mantener la dictadura o iniciar el tránsito hacia un sistema democrático. Es un dilema radical porque las dos proposiciones alternativas constituyen, cada una de ellas, la raíz de sendos sistemas políticos incompatibles. Por eso se polarizó la sociedad, de forma concluyente, entre los defensores de lo viejo y los patrocinadores de lo nuevo. Y fue esa misma incompatibilidad, entre las propuestas de dictadura o democracia, la que forzó los consensos básicos que se produjeron en ambos lados del mapa político. La mayoría de la sociedad estuvo por el tránsito a la democracia, lo que determinó un amplísimo consenso entre los ciudadanos y las organizaciones representativas de los diferentes intereses e ideologías, para alcanzar el objetivo compartido. A partir de ahí, las discrepancias tuvieron caracteres secundarios, casi de orden táctico, podríamos decir. Incluso los denominados Pactos de la Moncloa, mediante los que se hizo frente a la difícil situación económica, hay que inscribirlos en el seno de ese gran acuerdo estructural dirigido a implantar la democracia. Todo el mundo era consciente de la imperiosa necesidad de avanzar en el crecimiento económico, en la redistribución y en la cohesión social, como medio para legitimar socialmente el nuevo régimen político. La persistencia de los problemas económicos hubiera alentado a los sectores ultraderechistas, facilitando la involución autoritaria. Hubo mucha voluntad de acuerdo porque se trataba de una cuestión de supervivencia para todos: o España se enganchaba al carro de las democracias avanzadas, que también ayudaron lo suyo en el proceso, o nos quedábamos con medio pie en el tercer mundo.

Ese tiempo pasó. Hoy tenemos un sistema democrático homologado, con sus imperfecciones y sus carencias, pero comparable a los de nuestro entorno europeo. Las diferentes opciones políticas se pueden plantear con normalidad, haciendo gala de sus diferencias a la hora de aportar soluciones para resolver los graves problemas económicos actuales. En estas condiciones, ¿resulta imprescindible un amplio consenso político como el de la transición? Creo que no. No hay ya una cuestión estructural, básica, de supervivencia democrática, sobre la que debamos construir un nuevo acuerdo. Es el momento de las diferencias, de las opciones, que se pueden expresar dentro de las reglas del juego que tenemos acordadas. Esto no quiere decir que sobre el debate, la negociación o el acuerdo. No sobran, son convenientes y se practican menos de lo que se debería, a causa de la actitud y de la mayoría absoluta de los que gobiernan. Pero que resulten convenientes no quiere decir que resulten imprescindibles, como sucedía con los acuerdos de la transición. Es muy difícil construir un consenso basado en las políticas de recortes que se están aplicando, que benefician descaradamente a unos pocos en perjuicio de la mayoría. Pero, además, tampoco sería conveniente hacerlo sobre esa base. No hay nada más perjudicial para la salud democrática de una sociedad que la idea de que no hay alternativas a las políticas que practican los gobiernos, sean quienes sean. Es el viejo concepto del TINA (There Is No Alternative: no hay alternativa), atribuida a Margaret Thatcher y que se utiliza con profusión desde los círculos de pensamiento neoliberal.

No me resisto a decir algo acerca del espectáculo mediático que ha protagonizado una reciente encuesta sobre intención de voto en la Comunidad Valenciana, hecha con un curioso método en el que se participa a través de internet. En un libro reciente, «La ceremonia caníbal», escribe Christian Salmon: «Lanzadores de relatos, los sondeos tienen por función mantener la atención, conjurar la huida o la abstención. El aleteo de una muestra puede provocar un movimiento de opinión. Los sondeos son menos predictivos que performativos. Sondear es hechizar el voto. He aquí la esencia de la brujería sondeadora. El tejemaneje del voto hechizado». Ya se sabe que una «performance» es una muestra escénica con un alto contenido de improvisación, mediante la que se busca la provocación o el asombro. En ese sentido, felicidades a los promotores de la encuesta: lo han conseguido.

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