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Violencia, retórica y enmascaramiento

Vaya por delante que no me gusta la violencia más allá de lo justito. También es cierto ¿a quién no le ha pasado que en ocasiones me gustaría morder más de una garganta o descomponer en factores primos alguna que otra cara dura sin que por ello se me deba diagnosticar un cierto desorden biológico o psicológico que, haberlo, a estas alturas de la legislatura política, seguro que lo hay? Me lo tengo que hacer ver.

No se entiende de otra manera, quizás la desestructuración biopsicopatológica nos dé una pista, el que algunos medios de comunicación y algún que otro tertuliano tipo queso azul (a este se le distingue siempre por su camisa y su rancio olor parecido a un té en malas condiciones) examine, a su manera que diría Sinatra, los comportamientos violentos de algunos individuos de los que participaron en la Marcha por la Dignidad celebrada en Madrid tachándolos, simplemente, de radicales violentos y antisistema y de que lo único que deseaban era romper cosas y agredir policías. Lo del sexo lo omitieron por propio pudor y porque de pequeños no se la tocaban ni para mear. Así asumen, angélicamente y como teoría sobre el comportamiento ajeno, un mal genotipo de los manifestantes derivado de alguna patología intrínseca, que casi siempre es de izquierdas. Morfínicas teorías que solo tranquilizan al que las defiende pues, hay que reconocerlo, son de corto recorrido: nada aportan en la explicación de los motivos reales que están en la base de aquella violencia ni de lo que está ocurriendo, o puede llegar a ocurrir, en la calle.

Más bien, y por el bien de un sistema nervioso vegetativo normalizado -el intestino siempre lo agradece- debemos analizar desde una perspectiva global, no exenta de complejidad, aquellos fenómenos asociados a las manifestaciones de violencia como la que hemos visto estos días en Madrid. Y de ahí al cielo pues de lo contrario cometeremos el error de explicar que la violencia solo es fruto de una determinada perversión relacional que poco o nada tiene que ver con el ambiente institucional, político, social y económico en el que se forja, ni con la «violencia simbólica» ejercida por unos intereses determinados y planteados como únicos y legítimos, obviando su carácter arbitrario, interesado y de imposición a través de un poder político que no ha hecho más que privilegiar a la clase dominante y al poder económico que lo sustenta.

Conviene aclarar entonces aquella posición que retóricamente enmascara las causas de la violencia y que una y otra vez aleja de la misma, de su génesis y de su mantenimiento a la institución política. En esa mascarada encuentran algunos la forma de presentarse como sintetizadores del «bien común» y garantes de la «ley y el orden». También por eso cada cierto tiempo tienen la necesidad perentoria, como vómito incoercible o diarrea aguda, de acusar a determinados sectores ciudadanos que se organizan en la defensa de unos intereses que, casi siempre ¡qué casualidad! son contrarios al pensamiento único impuesto. Este se distingue porque machaconamente nos repite que España ha salido de la crisis mientras continúan desahucios y ventas a la iniciativa privada de todo lo vendible y por vender y se deshace inmisericordemente de aquel Estado de Bienestar basado en los derechos sociales que tanto nos prometieron y que solo ellos consiguieron.

Estos voceros pueden llegar a ser convincentes para públicos poco especializados porque utilizan argumentos que dan apariencia de credibilidad señalando como objetivos grandes palabras con las que es imposible no estar de acuerdo: legalidad, paz social, entendimiento, crecimiento económico, vamos a ganar el mundial, nos lo ha prometido la Virgen. Etcétera, etcétera. Lo que pasa es que a partir de estas soflamas establecen relaciones de causalidad en las que el origen de los problemas está siempre al margen de la política, de los políticos y de sus programas situando el origen de los mismos en los individuos violentos o rebeldes que no entienden que aquellos se deshacen y trabajan un huevo, y parte del otro, para que todo marche bien. Lo malo del tema es que este discurso cala en determinados políticos y tertulianos aferrados con uñas y dientes a una visión restrictiva e incomprensible, quizás inculta, de su papel en el cambio necesario. Así el discurso de estos suele estar camuflado de afirmaciones infundadas, no contrastadas, descaradamente interesadas y deseosas de recuperar su pasado para convertirlo en nuestro futuro. Imperfecto, por cierto. En la manifestación por la Dignidad celebrada en Madrid ni estaban todos los que son violentos ni eran todos los que estaban. Ya veremos por dónde va y cómo termina la cosa. Esperemos que todo acabe en las urnas.

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