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Violencia machista, violencia terrorista

sta semana, los medios de comunicación se han hecho eco de un reciente Informe de la OCDE, titulado «La sociedad de un vistazo 2014», donde se ponen de manifiesto las consecuencias que la crisis ha tenido para los diferentes estratos de población, en los países que forman parte de esa organización. Recordemos que la OCDE está formada por 34 Estados, los más desarrollados del mundo. La conclusión, para España, es demoledora: en el periodo analizado, que abarca desde 2007 a 2011, el 10% más pobre de la población perdió un tercio de sus ingresos, mientras que el 10% más rico apenas perdía el 3%. Son los peores indicadores de todos los países analizados. Si actualizáramos esos datos a fecha de hoy, los resultados serían más espeluznantes, teniendo en cuenta la negativa evolución del empleo y de las prestaciones sociales producida desde 2011, en nuestro país.

La crisis ha determinado la desaparición de millones de empleos, con lo que eso supone de pérdida de ingresos familiares entre sectores de asalariados, autónomos y pequeños empresarios. Ahí se encuentra una justificación parcial de los datos que señala la OCDE. Es cierto que en el origen de todo esto se encuentran muchos y muy diversos factores, como la financiarización y globalización de la economía, la falta de regulación y control de ese mercado financiero global, la especulación, el crédito barato y la subsiguiente burbuja inmobiliaria, pero no es menos cierto que las desigualdades también jugaron su papel en la generación de la tormenta perfecta que nos aqueja. Entre otras razones porque el reparto desigual de la riqueza originada durante las últimas décadas habría derivado en un nivel de consumo muy por debajo de la capacidad de producción de la economía, lo que se evitó financiando a crédito lo que las capas con menos ingresos no podían adquirir dado el bajo nivel de sus salarios. Si se produce en grandes cantidades pero la mayoría no tiene capacidad de consumir, tenemos un grave problema de falta de salida de los productos. Pero si pretendemos vender a crédito a gente que no va a ganar lo suficiente en el futuro para poder devolver lo recibido, estamos aplazando y multiplicando el inicial problema.

Si las desigualdades estuvieron en el origen de la hecatombe, las desigualdades han protagonizado las políticas con las que se ha pretendido hacer frente a la crisis, por imposición del fundamentalismo neoliberal, con lo que no hemos hecho más que agravar las dificultades. En España, la inaceptable reforma laboral ha proporcionado, además de una desmedida facilidad para el despido, una disminución generalizada de los ingresos de los trabajadores, lo que ha sido saludado como un logro en la carrera por ganar competitividad en los mercados. Se diría que el objetivo está en volver a los años sesenta cuando, además de la paz laboral que garantizaba la dictadura, ofrecíamos a las multinacionales salarios de miseria, incompatibles con el estándar alcanzado por los trabajadores de los países de la Europa democrática. De la paz laboral se encarga ahora el miedo a perder el puesto de trabajo, que paraliza al que lo tiene, o el desmantelamiento de la capacidad de acción colectiva de los sindicatos, mediante maniobras de todo pelaje.

Pero si grave ha sido la embestida contra los salarios directos, más grave ha sido el asalto a lo que se conocía como salario indirecto, es decir, a los servicios públicos esenciales y a las prestaciones sociales más elementales. Desde la educación pública a la atención a los discapacitados, pasando por la sanidad o la dependencia, no ha quedado un solo ámbito del añorado Estado del bienestar que no haya sido sometido a la filosofía económica de andar por casa que exhibe Rajoy, con aquello de que no se puede vivir por encima de las posibilidades de cada uno. Filosofía que, paradójicamente, no se aplica al sector que más recursos públicos ha consumido desde el inicio de la crisis, el sector financiero, protagonista del mayor fracaso que imaginarse pueda en la aplicación de lo que dicen que es la mayor virtud del mercado: la asignación eficiente de recursos.

Así que, ya tenemos completo el cuadro que explica el escandaloso proceso de crecimiento de las desigualdades en España. Despidos, disminución de los salarios directos de los trabajadores, recortes inimaginables en las prestaciones y servicios sociales, transferencias de dinero público para salvar al sector financiero y oportunidades para los que tienen dinero, porque el país se vende a precio de saldo. La situación es tan grave que la propia OCDE, que no es precisamente un club de amigos de la revolución, dice en el apartado correspondiente a España del Informe citado que «la recuperación económica, por sí sola, no borrará los efectos de una larga y profunda crisis». Eso para que nuestros gobernantes sigan sacando pecho con dos míseras cifras sacadas de contexto que pretenden vendernos como el final de nuestros agobios.

La percepción de la desigualdad es una de las razones por las que se está descosiendo nuestro sistema político y si, en estos momentos, se está produciendo una potente reacción frente a unos fenómenos de corrupción que se conocen desde hace años, es por la insoportable imagen de privilegios y, por tanto, de desigualdad que transmiten. La legitimación de las desigualdades es uno de los mayores retos que tiene toda sociedad. Siempre habrá desigualdades pero éstas deben permanecer en un nivel que sea socialmente considerado como aceptable. Estamos muy lejos de eso y no llevamos camino de que las cosas mejoren. El nivel que hemos alcanzado no sólo es incompatible con cualquier percepción de justicia social; es, además, incompatible con cualquier proyecto de recuperación económica sostenible. Hoy por hoy, la demanda interna sigue siendo insustituible para el funcionamiento de la economía y muchos millones de españoles están fuera del mercado, por falta de ingresos.

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