Durante siglos los hombres han buscado una manera de vivir en sociedad que hiciese posible la noble convivencia para que la igualdad venciese a la desigualdad y se estableciera la justicia universal. Esas búsquedas han sido creadas siempre desde el racionalismo porque la inteligencia es la facultad que distingue al ser humano.
Han surgido, así, muchos y muy diferentes modos de entender la vida y de regir el mundo, criterios pocas veces aceptados por todos porque en el pensamiento el orden de los factores sí altera el producto y cada uno ordena sus premisas mentales como cree conveniente, deduciendo conclusiones muy distintas.
Pero si cada uno pensamos de un modo distinto y forjamos criterios diferentes, parece acertado concluir con este pensamiento conclusivo: lo que separa a los hombres es su disconforme manera de pensar. Ahora bien: no existiría el pensamiento si no existiesen los sentimientos, puesto que pensar es ordenar lo que sentimos.
Además: si por nuestra distinta manera de pensar construimos diferentes pensamientos y por ello también distintos criterios, filosofías o ideologías, no es menos cierto que todos nos guiamos, aunque con diversa intensidad, por los mismos sentimientos: y que ellos son los que nos hacen semejantes y nos unen. ¿Por lo tanto: ¿por qué no potenciar la sensibilidad en vez de amordazarla en un mundo que considera la sentimentalidad una debilidad y por ello pretende endurecernos mediante la indiferencia emocional que propugna la ley del más fuerte? ¿Y cómo hacerlo, qué método seguir para aunar el sentimiento reflexivo y el pensamiento sensitivo, de qué manera armoniosa sensibilizar la razón y racionalizar el sentimiento? ¿Se referirían a esto los versos de Unamuno: «Piensa el sentimiento, / siente el pensamiento»? ¿Cómo conseguir llevar a la práctica la afirmación de Cantero: «El mundo cabe en un verso, / pero ¿quién sabe escribirlo?».
La respuesta no está en la ciencia, consecuencia del pensamiento y admirable instrumento al servicio del hombre; tampoco en la fe... No.
El factor que humaniza y conduce, a través del tiempo, la esencia del humanismo, por muy peregrino que parezca, es el que consigue conjugar la pasión con la razón: el arte; y en el arte, el más próximo y cercano: la literatura; y en ella, la poesía: que es la filosofía que, liberada del silogismo, es la ideología del corazón que predica que todos nos emocionamos ante las mismas cosas y da fe de esa emoción equilibrando la palabra que logra contener, domesticar, definir y transmitir los sentimientos. Por eso, al margen de méritos estrictamente artísticos o literarios, nada vale el poema que no nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos; nada vale el poema que no consigue hacer sentir al lector que también él es autor de lo que lee porque lo siente como propio; nada vale el poema que no logra mitigar la tristeza del triste; nada vale el poema que no desvela las tinieblas de la melancolía para desterrarlas. Nada vale el poema que no alumbra el corazón y la existencia... Nada vale el poeta que escribe para los poetas y no para los hombres.