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LE ESTÁBAMOS ESPERANDO, PADRE BERGOGLIO

Querido Padre. Perdone que me dirija a usted así, pero es como nos dirigíamos los colegiales de jesuitas a nuestros sacerdotes. Padre Abad, Padre Aguiló, Padre Parra? Sé de su afición por recibir cartas y he estado tentado de escribirle una. Pero dado que tengo una pequeñita ventana en esta provincia, con este magnífico periódico, he preferido hacerlo en mi columna dominical.

Sabe, Padre, nada más ser usted elegido Papa, Oscar Strada, un buen argentino y ciudadano, me regaló el libro que recoge sus diálogos con Abraham Skorka, el rabino de Buenos Aires, siendo usted el arzobispo de la misma ciudad. Me voy a permitir el entrecomillar algunas reflexiones suyas para jalonar este artículo.

Se subió usted a un avión y empezó a desmontar algunas de las injusticias verbales y personales que se habían cometido. «¿Quién soy yo para juzgar?» Se rompió una dinámica que empezaba y terminaba con los fallos de cintura para abajo. Como si todo se resolviese con los usufructos de la moral sexual. Como si robar al prójimo, engañar como engañan muchos banqueros, corromperse como lo hacen muchos políticos, no fuese mucho peor que la afectividad concreta. Se acabó una presunta justicia terrenal que convertía a determinados obispos en señaladores de personas y ocultadores de las miserias propias.

Fue la misericordia lo que usted, querido Padre, incorporó al lenguaje nuevo romano. «Los grandes dirigentes del pueblo de Dios fueron hombres que dejaron lugar a la duda». En tiempos pasados se repartieron carnets de católico. Se escudriñaron determinadas normas que hacían a uno estar dentro o estar fuera de la Iglesia. Como si pertenecer a la Iglesia no fuese, en primer lugar, un diálogo de la persona con Jesucristo. Enraizados determinados comportamientos de juzgar la bondad y el mal como si la persona fuera un mero instrumento al servicio de una particular iglesia, «deconstruímos» un mensaje sin duda que daba la fe organizada y sin reflexión antropológica. No era eso. No creí yo que era eso.

«No encaro la relación para hacer proselitismo con un ateo, lo respeto y me muestro como soy. En la medida en que haya conocimiento, aparecen el aprecio, el afecto, la amistad. No tengo ningún tipo de reticencias, no le diría que su vida está condenada porque estoy convencido de que no tengo derecho a hacer un juicio sobre la honestidad de esa persona». Gracias de nuevo, Padre. Hemos escuchado demasiadas veces, demasiadas condenas, para aquellos que no tienen fe, o no comparten la nuestra. ¿Por qué? ¿Por qué algunos han estado enviado a cielos e infiernos a hombres y mujeres cuando, como dice usted, «todo hombre es imagen de Dios, sea creyente o no»?

La luz para los inmigrantes se ha encendido con usted, Padre. Cuando gritó «vergüenza» ante lo de Lampedusa, mientras los políticos tocaban el violón. Y dijo: «Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la humanidad». Para que el mercadeo, o las cuchillas malditas, no sean nuestras armas del siglo XXI.

Cada mañana me agolpo en internet a ver qué ha dicho usted en la homilía de Santa Marta. Cada mañana descubro mi fragilidad, y mi falta de compromiso con lo que creo. Porque no es arrodillarse mil millones de veces agarrados a un rosario. Es dar mi oración para cambiar mis comportamientos. Como cuando usted dijo: «Algunos creen que por dar una donación lavan su conciencia. Pero, en el diálogo pastoral, la conciencia se lava de otra manera. A veces pregunto al que se confiesa si da limosna a los mendigos. Cuando me dicen que sí, sigo preguntando: ¿Y mira a los ojos al que le da limosna, le toca la mano? Y ahí empiezan a enredarse, porque muchos le tiran la moneda y voltean la cabeza. O sos solidario con tu pueblo o vivís de tu dinero mal habido».

Hace ya mucho, querido Padre, querido Papa Francisco, que muchos le estábamos esperando. Para que no pare de hacer reformas, y que para que el ejemplo sustituya a la norma. Para que cada día más se acerquen a nosotros aquellos que admiran a nuestro líder, no por temor a la condena, sino por abrazo fraternal. No sabe usted, querido Padre, cuán necesaria se hacía su llegada. Ya hace un año. Y mil millones de esperanzas más se vuelquen en su pontificado. No desfallezca, porque le esperábamos en la Esperanza.

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