BALDOMERO R. DÍAZ

El reglamento de la tan traída y llevada Ley de Costas viene ahora a dar un respiro a las ruinosas arcas de los ayuntamientos de la provincia al abrirles una nueva vía de ingresos, ya que les otorga potestad para autorizar fiestas en las playas y ampliar las terrazas de los chiringuitos, entre otras prerrogativas. En pocos años, con esta ley hemos pasado de colocar las máquinas de demolición al borde de los grandes bloques de apartamentos de Arenales del Sol, por mencionar un caso, a salvar del derrumbe más de mil viviendas en la Albufereta y en Santa Pola. De retranquear o eliminar chiringuitos que «toda la vida» abrieron al borde de la arena, a darles otros setenta metros cuadrados de terrazas desmontables. Los interesados en el negocio reciben con satisfacción la noticia de este plan de manos abiertas, pese a las dificultades de invertir en tiempos de crisis, agravados por la falta de crédito y la desilusión. Y como por aquí tenemos mucho litoral y demasiadas carteras vacías, supongo que los alcaldes y los concejales de Hacienda de los distintos ayuntamientos harán todo lo posible por ordeñar la vaca, pues mientras más permisos, más dinero para la buchaca. La ley, no obstante, distingue entre playas urbanas, que son las que pueden acoger eventos turísticos, culturales o deportivos, además de publicidad, y las naturales, que seguirán sometidas a un mayor grado de protección. Según parece, nadie está dispuesto a exprimir el litoral, que es nuestro mayor patrimonio, hasta el punto de poner en peligro su conservación. Está claro que la ley debe conciliar los intereses de todos, pero después de lo que hemos machacado este territorio, mucho me temo que en algún sitio llegaremos a ver playas convertidas durante el fin de semana en un gran botellón. Y al día siguiente, con el permiso de la Ley de Costas, nos echaremos a la cara con horror la foto de su correspondiente vertedero.