Las razas no existen, pero tienen consecuencias como si existiesen. En sus creyentes, claro. Y en los diferentes. Sucede algo parecido con los dioses: que alguno será falso, pero lleva a matanzas de creyentes en la otra divinidad (falsa, claro) como en la República Centroafricana contra musulmanes o en Mali contra cristianos. Los europeos tienen una larga tradición de matanzas de ese tipo. También pasa con las naciones incompatibles como la española y la catalana: como ambas no pueden ser verdaderas simultáneamente («España, nación indivisible» y «Som una nació»), una de ellas tiene que ser falsa (la «otra», claro) con previsibles efectos en la salud mental pública en los próximos meses, si no años. Racistas, creyentes y nacionalistas tienen en común la inutilidad de discutir con ellos.

Viene a cuento por un espectáculo que­ presencié la otra semana en mi pueblo cuando fui a comprar pan y periódicos: una mujer gritaba desaforada a un hombre mientras se alejaba. Nada excepcional. Cuando esto escribo, otra mujer ha gritado desaforadamente en la ventanilla de admisión del Centro de Salud, haciendo salir a los médicos de sus despachos para ver qué estaba sucediendo. Lo peculiar del caso del otro día fue el uso de la palabra «raza» que hizo la mujer y que le sirvió para cubrir de excrementos propios la supuesta «raza» del contrario al que dedicó un despectivo criterio de clasificación racial, acompañado del correspondiente insulto.

Que no. Que no existe tal cosa, que las razas no existen, cosa que la joven tal vez no sepa, pero, como se ve, la creencia en la misma puede tener consecuencias, en este caso verbales, y la cosa terminará de una forma u otra dependiendo del contexto.

Las razas son el resultado de clasificar la apariencia externa de los humanos según color de la piel, pelo, ojos, índice craneal y lo que se quiera. Las clasificaciones existentes no coinciden entre sí y las más genéricas (blanco, negro, amarillo, cobrizo) son un tanto absurdas aunque no sea más que porque no resuelven el estatus de los infinitos intermedios entre esas razas «puras». Además, son inútiles para los racistas «blancos» que ven que entre los mismos están los judíos y no saben dónde clasificar a los «moros». En el primer caso, les tendría que costar ser racista con miembros de la propia «raza». En el segundo, pura ignorancia. Pero aquella clasificación también es inútil (o demasiado complicada) para los racistas judíos que no saben qué hacer con los falashas, judíos negros y con ciudadanía en el Estado de Israel actual.

El problema aparece cuando, una vez convenientemente clasificados, unos son de una «raza» mayoritaria y otros lo son de una minoritaria. Cuidado: ser mayoritario o minoritario depende del contexto. Me pasó cuando intenté llegar a pie, en Washington, desde la Universidad de Georgetown (mucho antes de que estuviese Aznar) a otra Universidad: que de repente me encontré en un barrio deprimido de «negros» que me miraban con mezcla de asombro, ironía y, por qué no, rechazo. Los negros, en Washington, son mayoritarios, pero no lo son en los Estados Unidos.

Sin embargo, y a pesar de lo que dicen, el tamaño no importa. Rodeado de indígenas (cobrizos) en Bolivia, nunca he sentido lo que sentí en Washington. Importa el que unos sean clasificados como «raza superior» (la «nuestra», claro) y los otros como «raza inferior». Los blancos son, a su parecer, raza superior a la de los negros, salvajes que huelen, así que se les puede esclavizar; los arios (y eso que la raza aria, como tal, tampoco existe) son, a su parecer, raza superior a todas las razas, en particular a los «subhumanos» judíos; y los chinos confucianos, a su parecer, son raza superior a la de los «blancos» a los que consideran inferiores culturalmente (no son confucianos) y físicamente (huelen mal). Como no hay criterio objetivo alguno, unos pueden clasificarse como superiores a otros que también se consideran superiores (algunos gitanos, algunos negros del «Black is beautiful»). Hay casos curiosos, como entre los judíos asquenazi y los sefardíes, que hace que algunos de los primeros se sienten superiores a los segundos.

El grito de la mujer en mi pueblo indica hasta qué punto las razas están vivas. Que después los estudios sobre el ADN muestren la escasa base de las mismas es tan inútil como demostrar que la nación de los «otros» (españolistas, catalanistas) carece de base real. Y de los dioses, mejor que no hablemos. Discutirlos serían formas de perder el tiempo.