Esto de Ucrania es como un combate de boxeo: Rusia ganó el primer round, Europa el segundo y ahora Moscú amenaza con romper la baraja en el tercero. La cosa está que arde. No sé si ustedes conocen a Putin; yo solo le he visto una vez y me pareció como esos que sacan mucho pecho para compensar otras carencias. Lo que impresiona es su mirada, glacial, que no revela nada de lo que piensa. Pero de Putin sé dos cosas: que fue jefe del servicio de Inteligencia y que es un nacionalista. Es una combinación explosiva. Conoce como nadie los resortes y las cloacas del Estado y sueña con engrandecerlo al coste que sea. Un hombre así no puede dejar que se le escape Crimea y no lo va a hacer, sobre todo ahora que está crecido tras el éxito de la Olimpíada de Sochi y de su iniciativa para desarmar al régimen sirio.

Putin aprovecha el vacío que deja el repliegue americano y que Europa, con otros problemas, no está en condiciones de rellenar. ¡Barra libre!

Si Kiev es el corazón original de la primera Rusia, Crimea fue el sueño de su apogeo. Para muchos rusos es difícil entender Rusia sin ambas. Desde Pedro el Grande hasta Catalina II, el deseo imperial era llegar a los mares cálidos del sur, pues sus puertos de Arkángel y de San Petersburgo se helaban en invierno. En el camino estaba el Imperio Otomano y Potemkin lo derrotó para conseguir la ansiada salida al mar Negro y de allí al Mediterráneo y al mundo entero. Los tártaros autóctonos fueron deportados a Siberia para que no molestaran y Sebastopol es hoy la gran base naval rusa. Cuando Kruschev regaló Crimea a Ucrania, lo hizo porque esta era parte de la URSS y pensaba, quizás como Hitler, que el invento iba a durar mil años, pero no fue así. Ucrania se hizo independiente y se llevó consigo a Crimea como Letonia se había llevado el otro puerto de aguas cálidas, Riga. Putin no está de acuerdo, muchos rusos le apoyan y parece que también lo hace buena parte de la población de la propia Crimea, en la que abundan los inmigrantes rusos. Mientras Ucrania estuvo en la órbita rusa, la cosa aguantó pero la defenestración de Yanukóvich y la revuelta de Maidán cambiaron la situación. Yo entiendo a Putin aunque no esté de acuerdo con él.

Su juego es muy peligroso y está poniendo en peligro la paz de Europa. De hecho, lo que está ocurriendo es la mayor amenaza a la seguridad del continente desde que los tanques rusos invadieron Budapest en 1956 y Praga en 1968. Lo de hace un par de años en Georgia no es comparable aunque quizás le diera a Rusia la señal de que al final no pasa nada. Pero esto no es igual y produce escalofríos pensar que se cumplen 100 años de la Gran Guerra que estalló por un asesinato en una oscura provincia del Imperio Austrohúngaro y que la Segunda Guerra se anunció con la risueña ocupación de Austria y la posterior, amarga, de los Sudetes.

Putin sabe que aunque Ucrania se movilice no es rival para Rusia y menos en el estado actual de descomposición que atraviesa. Las lealtades en el país están divididas y el mismo jefe de la Armada ucraniana se ha pasado a los rusos. Es irónico que las autoridades de Kiev pidan la aplicación del Memorando de Budapest de 1994, firmado por EE UU, Rusia y el Reino Unido para garantizar la seguridad del país a cambio de renunciar a su arsenal nuclear porque es precisamente uno de esos garantes, Moscú, el que lo está conculcando. Putin sabe que la OTAN no tiene obligaciones con Ucrania, que EE UU no irá a la guerra por ella y que Europa no puede. Pero es difícil saber qué más hará ahora. ¿Se conformará con Crimea o querrá extender su control a la parte oriental y rusófona del país?

Occidente no puede dejar pasar esta conducta agresiva. Primero porque hay que respetar el derecho internacional para no caer en la ley de la selva y las fronteras de Ucrania son inviolables; segundo porque si lo permitimos nada se opondría a que mañana hiciera lo mismo con Letonia (puerto de Riga) u otros bálticos; tercero porque nuestros socios de la UE que han salido hace poco de la órbita soviética (Polonia, Hungría, Chequia...) están que no les llega la camisa al cuerpo; y cuarto porque ceder ante una agresión no pacifica al agresor, sino que lo envalentona, como pasó con Chambrerlain y Daladier en 1938.

Hay muchas cosas que podemos hacer: medidas contra Rusia y medidas a favor de Ucrania. A los rusos hay que aislarles del mundo civilizado y sancionarles política (G8) y económicamente en el terreno comercial y de inversiones principalmente, de forma que lo que han hecho tenga un precio que noten. A Ucrania además de palmaditas en la espalda, como hasta ahora, habría que darle un paquete fuerte de ayuda que les ayude a evitar la bancarrota y les aproxime a la UE. También la OTAN debería tranquilizar a sus miembros recordando la vigencia de su artículo 5 de defensa mutua. Y hay que hacerlo deprisa, antes de que Rusia tome nuestra falta de reacción musculada como indiferencia o, peor aún, tácita aquiescencia a sus renovados sueños imperiales. Tal vez ahora nos demos cuenta de lo mucho que necesitamos una política exterior europea.