Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

José María Asencio

Valenciano-Catalán, un debate politizado

Soy poco dado a comprender los conflictos lingüísticos, pues entiendo que la lengua constituye un vehículo de comunicación, no de distanciamiento, aunque, a la vez, como expresión de la cultura y de la historia de un país o territorio, incorpora elementos que exceden de su mera utilidad y se identifican con señas de identidad propias. Es por ello por lo que siempre he defendido la protección de las lenguas cooficiales junto al español, su aprendizaje y uso, si bien, nunca he aceptado, por coherencia, la inmersión de nadie en una de ellas, pues tal fenómeno traduce la intención de hacer perder su valor, vigencia y uso a la manera de expresarse de determinados ciudadanos, legítima y digna de respeto siempre.

Dicho esto, es evidente que la calificación de una lengua en su propia existencia, su identificación como tal o su incardinación en otra, no es materia, afortunadamente política, sino lingüística, correspondiendo a los expertos dicha labor y a los políticos la suya.

El debate generado alrededor del valenciano-catalán, me parece de un grado de artificiosidad tal, que quienes lo mantienen estoy seguro de que no se han parado a pensar en la cantidad de incoherencias en que pueden incurrir al sostener argumentos ajenos a la cuestión suscitada, por excederse de sus límites. Los filólogos, técnicos en la materia, sin adscripción política, vienen afirmando desde hace decenios, que el valenciano es catalán, una misma lengua con variantes según el territorio o hablas en todo caso. No es el valenciano una lengua propia y diferente, lo que cualquiera que escuche o lea ambas expresiones vislumbra sin dificultad. Así, pues, imponer una denominación y naturaleza a una lengua inexistente por motivaciones ajenas a la esencia de la discusión e influida por factores políticos, es tan absurdo, como inaceptable si se quiere que impere la racionalidad, la moderación y el hacer las cosas como es debido.

Que estemos ante la misma lengua, no implica, por supuesto, que se hable de los países catalanes como proyecto presente o de futuro. Esta pretensión es excesiva y la unidad de una lengua no conduce a tal conclusión. Muchos ejemplos hay de países con lenguas comunes, que son independientes y que no aspiran a fusionarse bajo una misma identidad. Una lengua explica un pasado común, pero no que el presente o el futuro hayan de ir en paralelo.

Porque ahí, desgraciadamente reside el problema, en la trascendencia y uso político de una cuestión que debería limitarse a lo puramente técnico sin más consecuencias. Para los valencianistas, reacios a toda identificación con Cataluña, existe el valenciano como necesidad identitaria, como diferencia. Es igual que sea la misma lengua y todo vale para diferenciarlas, incluso remitir el nacimiento del valenciano a la prehistoria como se ha dicho sin incurrir en vergüenza. Para los contrarios, los que defienden los países catalanes, la identificación viene a constituir una prueba de la existencia de una misma entidad territorial y política que debería alcanzar, mediante su unidad, la independencia.

Y en esas nos movemos, de modo que nunca se podrá llegar a una solución razonable que diferencie la naturaleza del valenciano, de la política. Estamos instalados en la irracionalidad de una lengua que no es lo que es, sino lo que dice el legislador. Si mañana cambia éste podrá ser otra cosa o no ser nada o si Las Cortes pierden la chaveta o interesa, vincularla al arameo o al euskera.

Negar que el valenciano sea catalán para impedir cualquier tipo de consecuencia política es matar moscas a cañonazos. Que expertos se presten a ese juego por imperativo de quien los designa, un desprecio al cargo que ocupan y que pagamos todos. Lo razonable sería acabar con ese debate politizado y dejar a quien sabe definir lo que le corresponde.

Yo no hablo valenciano por mi procedencia, ni soy nacionalista, ni me inspira ningún sentimiento especial esta lengua más allá del respeto profundo a la forma de sentir, pensar y expresarse de quien sea cuando lo hace en su lengua materna, la que aprendió de niño. Un derecho innegable para cualquiera. Pero, exactamente el mismo que tiene quien hace uso del español en este territorio, que es España, donde se comparte un idioma común, que todos sabemos y que nos sirve para comunicarnos. Tan fácil, como posible de gestionar si se hiciera desde la naturalidad de la calle, dejando a los políticos que dirimieran sus cuitas en privado y haciendo caso omiso de sus ocurrencias, descalificaciones, imposiciones, inmersiones y demás zarandajas que solo consiguen enfrentar a la gente, a esa que cuando se la deja sola carece de problemas de comunicación y menos cuando el obstáculo es un idioma. A diferencia de los espectáculos cutres en las tribunas del Congreso o de zafias representaciones de presidentes de comunidades autónomas nacidos en Andalucía y a los que había que interpretar el español y traducírselo al catalán. Era por la apariencia de normalidad, se decía; pero a mí me pareció anormalmente ridículo.

Si se dejaran de divertir, unos y otros, a nuestra costa y coste mejor nos iría.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats