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Ahora que se acercan los Carnavales, se me pone la mente equívoca, transvestida, titubeante, pues los perfiles de la realidad y la fantasía se truecan en sombras, como si, avanzando por un oscuro pasillo se acercaran a la luz, para sorprender, para ganarse los aplausos pagados a los buenos camaradas. Así que he dado por ensayar una parva reflexión sobre un disfraz, uno cualquiera, más bien tonto, diría yo, uno que sólo pudiera ocurrírsele a gente de tan poco seso como poca vergüenza. En el de buzo he recalado, y no me pregunte usted porqué pues no tengo una respuesta que darle; quizá, intuyo, sea un personaje que paseó alguna pesadilla o que ha intentado colonizar los barrios de mi experiencia o las entrañas de mi pueblo. Por supuesto, cualquier parecido con un ser real y cabal, normal, será pura coincidencia en esta aproximación a la psicología de un disfraz.

Sea, pues, un buzo. Un buzo sin muchas contemplaciones, que al enseñar más que ocultar, revela una naturaleza dicharachera que le impedirá estar callado hasta debajo del agua. La contradicción es aguda y nos revela un espíritu dispuesto a gastar hasta por respirar, o porque otros respiren por él. La parquedad de su embozo nos remite también a la idea de que sus dones naturales no dan, en realidad, más que para sumergirse en aguas someras: de cenagosa laguna, quizá, pero no en mares más profundos, en los que se encuentra más a gusto a bordo, bien servido y halagado. Y sin embargo aquí los psicoanalistas encontrarían una turbia desazón: el querer y no poder, aunque parezca que pueda todo, nos indica que el disfrazado es, por vocación, más bien pez abisal, anhelante pasajero de las corrientes más insondables, allí donde no llega la luz y donde la naturaleza se comporta con familiaridad de quimera, donde se admite al que ingrese el peaje de sus renuncias, pero no al que transporte un mísero candil. Bienvenidos son, sólo, los famosos peces-abogados, imprescindibles para boquear en caso de accidente, o los peces-palmeros, a los que pagar festivalitos y otras miserias del alma.

Regreso a las vestiduras, nunca rasgadas, porque el buzo no sabría qué decir si se le interrogara por cosas de esa patraña llamada ética. Vestiduras, pues, ligeras: apenas, bajo un albornoz evidentemente desatado, un bañador que dilata el pecho y resalta los bultos naturales de los órganos con los que algunos meditan, unas ampulosas gafas y un relumbrante gorro que hace de su cabeza casi boya de señales, para que nadie le ignore y, hasta en esta pose estrafalaria, pueda ser centro de circunferencia y recordatorio permanente de quién paga la fiesta. (Y aquí debo hacer un excurso: interesante sería saber de qué acudieron disimulados el resto de las mascaritas, que haberlas las hubo, pues nunca un disfrazado de buzo consentiría un trance en el que no hubiera espectadores, que sus buenos euros le costarían, seguro. Pero como todo esto es, obviamente, hipotético, dejo al lector que barrunte sus respuestas. En cierto modo, quizá, no queremos saberlas). Disfraz, pues, que oculta cara y da culto al cuerpo. Como quien ofrece sobre y se guarda para sí el remite. Aunque todos le reconozcan en su derrochona simpatía.

Buzo sencillo. Buzo que no alcanza a ser hombre-rana, que no quiere artilugios de la razón que quizá, en la duermevela, alumbren monstruos. Nada de esperpentos que pudieran reflejarse en el espejo. Quien se disfraza de buzo anhela subsumirse en la modernidad líquida de la que algún filósofo nos habla. Aunque si a él se le dijera que lee filosofía se armaría rápidamente de querella contra el insulto: nada más perverso puede imaginar que lecturas o discursos que le alejen de su hiperhumana facultad para extraer gloria y dinero de basuras, subsuelos o, en fin, de la nada bien sellada con la firma de un poder adecuado o no adecuado, tanto da. Modernidad líquida, pese a él, para este disfrazado contra lo sólido, contra lo que se piensa comúnmente, contra la vida decente y anodina -y anodina por decente- de la gran mayoría. Liquidez inflamable contra el beneficio tranquilo, contra los pies en tierra, contra los que no se atreven a fumar puros en los palcos de algas y percebes.

Disfrazarse de buzo proclama humildad, la que se arraiga en unos orígenes pasables. Pero, en realidad, se realiza en un orgullo desmedido, contra su propia voluntad, probablemente. Y es que es condición de su ser, ontológico destino del que ha de emerger, pese a todo, para respirar, para comer, aunque deje un rastro y aroma de légamo y cieno. Y de quien sabe, pero olvida, que, tarde o temprano, una escollera le esté esperando, aunque pueda guardar los ahorros de sus pescas infinitas bajo la arena y aunque pueda prolongar la festividad mientras consiga comprar amigos y amigas que le nieguen. Se dice que hay gente asqueada de este espectáculo, tan redundante como el amanecer sobre el mar, gente que dice que cuándo acabaran los gestos obscenos que rinden la estima de una ciudad y de sus gentes. Pero estas son vagas divagaciones. Cosas vacuas de quienes no han advertido que el buzo y los que se disfrazan con él de prebostes, de luciérnagas furiosas, de flores de guapura, de lo que sea, dieron hace tiempo en imaginar que en su mundo especial siempre es Carnaval. Un Carnaval eterno es lo más aburrido que la imaginación humana puede concebir. Pero no alarma a quienes la ambición y la costumbre asfixiaron sus pulmones hasta que, por falta de oxígeno, su cerebro moral se redujo al tamaño del de los peces. Brindo por el buzo y por sus circunstancias. Aunque personalmente prefiero disfrazarme, qué se yo, de farero o de capitán Achab o del famoso fotógrafo Judas.

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