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La semana nos deparó la explosión lenguaraz de José Antonio Monago, presidente de la Junta de Extremadura y pertinaz buscador de su minuto de gloria. Entre su oposición a la nueva ley sobre el aborto y la defensa del actual modelo de financiación autonómica, va encontrando ese hueco mediático que le permite adquirir cierta proyección nacional. Ha solicitado, en el parlamento regional, la paralización de la ley de Gallardón. Compartiría su iniciativa, si no fuera por el hecho de que su escenificación autonómica no se acompañó del voto en igual sentido por parte de los diputados extremeños del PP en el Congreso de los Diputados, donde apoyaron sin fisuras una postura contraria a la que su jefe de filas defendía desde Mérida. Otro más que va de farol. Y, respecto a la financiación de las comunidades, las maneras de referirse a su homólogo valenciano, murciano o balear -contrarios a sus intereses-, son más propias de Hernán Cortés y de Pizarro que lo que cabría esperar de un político democrático.

A Monago no le parece bien que los presidentes de otras comunidades autónomas evidencien las fisuras de un modelo de financiación bajo el que no todos somos iguales. Insinúa que las reclamaciones de Fabra, Bauzá y Valcárcel pueden dividir España. Un país no se rompe demandando cada uno lo que es justo, sino cuando se perpetúa un modelo que siempre perjudica a los mismos. Después de casi cuarenta años de democracia, uno esperaba que ciertas desigualdades territoriales se hubieran corregido ya, gracias al esfuerzo solidario de todos. Hace algunas décadas parecía lógico priorizar el apoyo a las comunidades con un menor desarrollo económico. El resultado esperado era que, con mayor o menor velocidad, acabaran poniéndose a la par del resto del país. Pero no ha sido así.

Lejos de argumentar y confrontar opiniones, Monago suelta la lengua y se mofa de los presidentes a los que bautiza como «los tres tenores». Calificar de «bobos» a quienes defienden el interés de sus comunidades, se me antoja una conducta impropia de su cargo. Afirma que la «ciclogénesis de las razones entra por el Atlántico» y se queja de que Alberto Fabra está obsesionado con él. Por estas tierras sabemos bien que el narcisismo y los sueños de grandeza acaban con la carrera de cualquier político. Y él va un tanto sobradito. No merece mayor atención, que ya andará bien ufano con tanto protagonismo. Lo realmente destacable es el hecho de que comunidades gobernadas por un mismo partido político acaben tarifando al estilo «Sálvame». Un paso más hacia el caos al que nos aboca lo que debiera ser un sistema de vertebración nacional. Insisto, no todos somos iguales.

El actual sistema de financiación autonómico está constituido por dos fuentes de ingresos para los gobiernos regionales. Por una parte, la que generan los tributos como el IRPF, el IVA, los impuestos especiales, o aquellos que se encuentran cedidos como el impuesto sobre el patrimonio o el de sucesiones. Por esta vía, parece evidente que las distintas comunidades autónomas son financiadas en función directa a su capacidad de generar ingresos. Aquella en la que más impuestos se recaudan, percibe mayor cantidad de dinero por habitante, a la vez que también es la que más aporta para sufragar el funcionamiento del resto del país. El otro pilar del sistema de financiación autonómica son sus fondos propios, la tarta común que hay que repartir. Aquí radica el verdadero reparto desigual porque, por más que sea lógico beneficiar a quienes menos recursos propios pueden generar, la excesiva discriminación positiva de algunos conlleva el perjuicio para otros.

No es de extrañar que los defensores del reparto actual procedan de Extremadura, tratándose de la comunidad más beneficiada. Por cada ciudadano, la Junta recibe anualmente 1.100 euros procedentes de los fondos propios del sistema de financiación autonómica, mientras la Generalitat Valenciana debe contentarse con apenas 334. En otros términos, 4.000 millones menos al año, una tercera parte de nuestro presupuesto autonómico que hay que sacar de alguna otra parte. Es difícil no sentirse agraviado ante esta enorme diferencia si, además, hay que sufrir recortes que otros no soportan. Una situación similar sufre Murcia. Y algún derecho tendrá el gobierno balear a quejarse, cuando no sólo no recibe un euro por esta vía, sino que llega a aportar 17 por cada ciudadano. Increíble, sí, pero ni en Baleares ni en Madrid reciben un centavo y acaban poniendo de sus propios fondos. Pagan por ser parte de España y, aun así, algunos se atreven a acusarles de dividir el país.

Constitucionalmente, España se configuró como un modelo territorial que quedaba a medio camino entre el centralismo y el federalismo. El objetivo era alcanzar una situación de relativa igualdad que, a la vista de lo recorrido, parece inviable. Quizás debamos determinar cuáles son los territorios que pueden aspirar a ser realmente autónomos y cuáles no, por cuanto no son capaces de cumplir con una cofinanciación que asegure su viabilidad. El modelo actual sustenta a algunas administraciones autonómicas que difícilmente existirían con un reparto más justo y equitativo. Y no se confundan, que no hablo de la valenciana. Cuando el presupuesto de un gobierno autonómico alcanza el 31% del Producto Interior Bruto (PIB) de su comunidad, hay que empezar a plantearse si está justificado mantenerlo, bien por exceso de su coste, bien por su incapacidad para generar riqueza. Este es el caso de Extremadura, una administración autonómica que, independientemente del partido que la gobierne, está participada del esfuerzo económico solidario de muchos que no residimos en aquellas tierras. Y más ejemplos tenemos, porque tampoco andan muy alejados los gobiernos de Castilla-La Mancha (23% del PIB) o de Andalucía (22%). En contraposición, este presupuesto autonómico apenas alcanza el 14% del PIB en la Comunidad Valenciana, un 13% en Baleares, o el 10% en la Comunidad de Madrid. Estas son las verdaderas comunidades baratas y, sin embargo, las más castigadas a la hora de la financiación.

Tal vez vaya siendo hora de exigir que, para que un territorio adquiera el derecho a autogestionarse, disponga de unas mínimas garantías de autonomía presupuestaria. Mientras llega ese punto, nada mejor que la tutela directa del gobierno central. Lo dicho, ni todos somos iguales ni tenemos porqué serlo. Y, por supuesto, esta no es tierra de bobos.

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