La tentación recentralizadora de la derecha española, la ineficiente gestión de las autonomías, los movimientos secesionistas en Cataluña y Euskadi, y la necesidad imperiosa de que los españoles avancen hacia un futuro más esperanzador que no sea la de emigrar hacia otros países, hacen necesaria y urgente reformas constitucionales que conviertan a España en un verdadero Estado moderno y funcional.

No se plantea ahora qué régimen político daría más estabilidad al país, pues la cuestión monarquía o república no es relevante en estos momentos, aunque en la Zarzuela no las tengan todas consigo. Tampoco si sería más deseable un sistema de gobierno presidencialista o uno parlamentario, ya que no evitaríamos la desafección ciudadana al modelo bipartidista impuesto por el espíritu constituyente de 1978. Lo que en verdad importa para no llevar al sistema democrático a un callejón sin salida es consensuar la estructura territorial del poder político en España de manera definitiva y eficaz.

Y la mejor fórmula para conseguirlo no es otra que apostar por un federalismo simétrico y cooperativo, donde se respeten las identidades y hechos diferenciales de las tres nacionalidades históricas: Cataluña, Euskadi y Galicia. Hablamos, pues, de un federalismo multinacional como la mejor respuesta a las tendencias desintegradoras de los nacionalismos periféricos, un federalismo basado en relaciones horizontales, que cuente con recursos propios, con un reparto de poderes establecido en la Constitución y donde, además, queden claros la distribución de competencias para establecer, recaudar y ejecutar tributos e impuestos.

El Estado de las autonomías que nace de la Transición a la democracia ya no sirve para dar solución a los múltiples problemas que surgen en un entorno de globalización y europeización, mostrándose cada vez más ineficaz e ineficiente. Se la ha querido asimilar a un modelo federal, pero es obvio que no es así, en tanto sus relaciones de poder son verticales, el reparto de las competencias no suele tener el carácter residual a favor de las entidades regionales, tal como se observa en los Estados federales, y sus órganos ejecutivos y legislativos son sólo malas reproducciones de las que existen a nivel estatal. Pura burocracia para contentar a las redes clientelares del partido de turno y politizar de paso todo su sistema administrativo.

Desde un punto de visto económico, nuestro modelo de Estado territorial actual es disfuncional y despilfarrador, donde las duplicidades administrativas y la corte de cargos superfluos e innecesarios producen ineficiencia económica. Es cuestionable la necesidad de que una España federal tenga que tener necesariamente 17 autonomías, pues es una realidad que la singularidad de Cataluña o Euskadi no es la misma que la de Murcia o la Rioja que quizá reforzaría más su identidad si se integrase en una amplia región castellana. El debate, pues, debe plantearse también en cómo reducir, al igual que se está haciendo en Alemania, el número de CC.AA., afín de corregir el elevado gasto público que provoca las múltiples estructuras administrativas existentes. Si no se hace, las voces que piden más recentralización, cuando no acabar con las autonomías, tendrán cada vez más eco entre amplias capas de la sociedad española.

El debate federalista se viene desarrollando hasta ahora entre las elites políticas y en los círculos académicos del país, pero más pronto que tarde habrá que trasladarlo a la plaza pública, a una ciudadanía que pide mayor transparencia en la gestión pública, garantías jurídicas sobre los derechos sociales y más autogobierno si se apuesta por un modelo territorial que tenga claras la distribución de las competencias y su financiación.