Ante las preguntas sobre la importancia de su legado literario, José Emilio Pacheco solía gastar la broma, hoy recordada, sobre si era siquiera el mejor poeta de su barrio, en La Condesa, en la ciudad de México, donde residía también su amigo Juan Gelman.

La cotidianidad y la discreción de su personalidad han sido las definiciones de la poética de uno de los intelectuales esenciales del último medio siglo en América Latina. Narrador, traductor, ensayista y, sobre todo, poeta, su trayectoria literaria, desde aquel niño que a finales de los años 40 conoce en el Palacio de Bellas Artes el «territorio de La Mancha» en la puesta en escena que Salvador Novo hiciera del Quijote, hasta la culminación en 2009 y 2010 con los galardones oficiales más importantes en lengua castellana, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes, ha transitado por la reflexión temporalista, la indagación en el conflicto identitario o la reescritura y el compromiso con la historia de México y de América Latina.

Como Juan Gelman, Ernesto Cardenal o Mario Benedetti, José Emilio Pacheco fue otro de los poetas que bajaron del Olimpo para pensar la calle, sobre todo desde que en 1968 publicara No me preguntes cómo pasa el tiempo, que dejaba atrás el hermetismo filosófico y el simbolismo identitario de los dos poemarios iniciales para entrar de lleno en la modulación literaria de la convulsa encrucijada histórica de la década de los años 60. El lenguaje fue desvistiéndose de la retórica esencialista, aunque nunca perdió la anécdota culturalista, para encontrar en el verso «mi habla de todos los días», como dijo el poeta en su discurso del Premio Cervantes.

Más allá de reclamos generacionales y clichés literarios, la poética de José Emilio Pacheco abunda precisamente en la conciencia comunicante de la literatura para fundar una modernidad estética de unos tiempos donde en América Latina «la realidad destruye a la ficción nuevamente». Cronista de la aceleración de la historia y comentarista de geografías personales, su ciudad de México, los copos de nieve en Canadá, sus pasos por Estados Unidos e Inglaterra, donde fue profesor, y geografías literarias -desde los cronistas de Indias a sor Juana, de Rubén Darío a Ramón López Velarde-, su poesía, recopilada en Tarde o temprano, ha recorrido la historia mexicana desde los ancestros prehispánicos a la monstruosa modernidad del México actual.

Igual que sus contemporáneos, a la innovación técnica, a la reflexión metapoética y a la desacralización de la literatura sumó un ineludible compromiso con el hombre, con la comunidad, que llevó a José Emilio Pacheco a convertirse también en cronista de la tragedia, como lo fuera Gelman, ante la ominosa historia oficial, que en México dejó cientos de estudiantes asesinados el dos de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, donde el pueblo mexica había sacrificado también su legado en 1521. La reescritura del Anónimo de Tlatelolco a la luz de los acontecimientos del 68 trasladó la herencia de los vencidos a la contemporaneidad en un poema, Manuscrito de Tlatelolco, en el que la resemantización de la historia, los juegos temporales, la inclusión de testimonios reales del imaginario náhuatl y de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, el tono de denuncia y la salmodia de la sangre configuraron la definición del poeta comprometido.

No sabemos si era el mejor poeta de su barrio, pero desde luego, por el tesoro sentimental y literario que nos deja este hombre discreto, José Emilio Pacheco ha sido el gran poeta mexicano de las últimas décadas.