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Bartolomé Pérez Gálvez

Curar la homosexualidad

Ni me gustan ni me disgustan los homosexuales, por el simple motivo de que me importa un bledo cómo experimenta el sexo, o a quién ama, cada cual. Cierto es que me chirría el histrionismo amanerado de algunos gais, pero en igual medida que me disgusta la bravuconería del macho hispánico. En el otro género, tan excesivas me resultan las mujeres con aires de camionero como las réplicas carnales de Barbie. Hetero y homosexualidad son, al fin y al cabo, dos maneras distintas de vivir el amor y la atracción más íntima. Y, en ambos casos, en absoluto se trata de algo patológico.

Si durante años hemos asistido a las salidas de tono del actual obispo de Alcalá, Juan Antonio Reig, a su peculiar cruzada se le ha añadido el cardenal Fernando Sebastián. De poco parece servir el tono conciliador del Papa Francisco, que recientemente declaraba que no era quien para juzgar a los gais. Ya fue esperpéntico oír a Reig afirmando que hay quiénes, desde niños, sienten atracción por personas del mismo sexo y se prostituyen para comprobarlo. El obispo estaba en su derecho de considerar «ilícita e inmoral» cualquier conducta que se le antojara, pero semejante exabrupto no es justificable desde ningún punto de vista. Y ahora se une el nuevo cardenal, quien considera que ser gay o lesbiana «es una manera deficiente de manifestar la sexualidad» por cuanto el fin de ésta es la procreación. Como solución, recuerda que «muchos casos de homosexualidad se pueden recuperar y normalizar con un tratamiento adecuado». No hay que ser muy avispado para contratacar con el mismo argumento. El celibato tampoco tiene como fin la procreación y, en consecuencia, debería ser considerado también como una manifestación deficiente de la sexualidad y ser tratado en consecuencia. Tan estúpido es defender una postura como la otra.

No encuentro motivo alguno para que la Iglesia Católica deje de opinar de los aspectos morales del comportamiento humano.

Están en su derecho e, incluso, hasta en la obligación de hacerlo para mantener las creencias de sus fieles. En asuntos como el matrimonio o la adopción, parece lógico que aporten su visión. También en cuanto a la presión ejercida por los lobbies homosexuales, cuya existencia denuncia el propio Papa incluso en el seno del Vaticano. Sin embargo, sentar cátedra en aspectos que van más allá de la moral y de la fe, como los relacionados con la supuesta condición patológica de conductas y sentimientos, es una absurda temeridad. Independientemente de esta intromisión en la ciencia médica, podemos preguntarnos qué tipo de tara o incapacidad se le presupone a los homosexuales. Porque si tan enfermos han sido Sócrates, Leonardo o Keynes, habrá que ir pensando en ofrecerse voluntario para contraer la enfermedad.

Si bien es cierto que los homosexuales presentan mayor probabilidad de padecer determinadas enfermedades psiquiátricas -como depresión, ansiedad o ciertos trastornos de la personalidad-, son otros factores los que favorecen esta vulnerabilidad y no la orientación sexual en sí misma. Como bien recuerda el Royal College of Psychiatrists británico, hay suficiente evidencia científica de que el hecho de ser gay, lesbiana o bisexual no genera, en si mismo, ningún tipo de alteración en la salud mental del individuo. La discriminación social y el rechazo por parte de los más allegados, como la familia y amigos, son los motivos que justifican un mayor sufrimiento psicológico, incluso desde la infancia. Esta misma semana, el Sindic de Greuges, José Cholbi, advertía de la necesidad de disponer de medidas dirigidas a evitar el acoso escolar a los adolescentes que sufren discriminación por razón de su orientación sexual, señalando la falta de seguridad de estos jóvenes en los centros educativos. Ahí nace el riesgo.

Podemos encontrar una benévola explicación a la creencia en los supuestos tratamientos para esta no-enfermedad. Hace poco más de diez años, el psiquiatra Robert Spitzer publicaba una investigación en la que afirmaba que algunos tratamientos conseguían cambiar la orientación sexual de las personas homosexuales. Quien llegaba a esta conclusión era, ni más ni menos, el padre de la clasificación de enfermedades psiquiátricas más extendida en la actualidad, el Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM). Desde 1973, el DSM había dejado de considerar a la homosexualidad como una enfermedad, la misma decisión que dos décadas más tarde adoptaría también la Organización Mundial de la Salud (OMS). En este contexto, justificar la eficacia de la «terapia reparativa» -curioso eufemismo- es la única opción que se les ofrece a aquellos que, contra todo criterio científico, siguen manteniendo que esta opción personal debe ser considerada como una patología. Es obvio que la existencia de una alternativa terapéutica eficaz conllevaría, de modo implícito, la existencia de una enfermedad que tratar. Y, de este modo, se articula un sofisma que permite seguir invistiendo de evidencia científica algo que apenas constituye una posición ideológica.

Parece evidente que quienes defienden la utilidad de un supuesto tratamiento psiquiátrico de la homosexualidad, sustentan sus declaraciones en este tipo de estudios. Olvidan, sin embargo, que en esto de la ciencia hay que estar mínimamente actualizado. En mayo de 2012, Spitzer publicaba una breve editorial en una reconocida revista médica, retractándose con una inusual disculpa pública, que solo se justifica a la vista de la enorme gravedad de su error. «Pido disculpas a cualquier persona homosexual que haya perdido tiempo y energías en alguna forma de terapia reparativa», escribía en esta ocasión. La supuesta validez de estos tratamientos se desvanecía y, con ella, la posibilidad de curar aquello que no podía serlo por cuanto no se trata de enfermedad alguna.

En el momento actual no cabe discusión posible al respecto de si la homosexualidad es o no una enfermedad. Quienes deben discernir esta cuestión -que no son otros que las sociedades psiquiátricas y la propia OMS- coinciden en afirmar que no se trata de un trastorno mental. No hay, por tanto, razón para curar ni terapia que sirva para ello. En consecuencia, asunto zanjado. Otra cosa es que se pretenda juzgar desde las creencias pero, en este caso, recurrir a falsos argumentos científicos solo puede justificarse por el desconocimiento o la maldad. Y dudo que la jerarquía de la Iglesia Católica se encuentre cómoda en ninguna de ambas situaciones.

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