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Juan R. Gil

Crónica del rey pasmado

¿Tiene un político con responsabilidades de gestión derecho a que su vida privada quede fuera del alcance del ojo crítico de la opinión pública? ¿Hasta dónde llega la prerrogativa de los ciudadanos de conocer a sus representantes y hasta dónde alcanza la esfera de privacidad de éstos respecto de sus representados? Más allá: ¿pueden los políticos utilizar la vida privada suya y de otros como arma arrojadiza entre ellos, pero reclamar luego silencio sobre la misma frente a terceros? ¿Y los periodistas? ¿Debemos contar las consecuencias de hechos que nacieron en la privacidad, pero hurtándoles a los lectores las claves últimas de ese origen y convirtiendo así las informaciones y los análisis en galimatías que sólo entendemos una secta de iniciados: los políticos y nosotros mismos? ¿Qué opción es la correcta? ¿La tan hipócrita como inquisitorial cultura política de raíz protestante, en la que caben todos los vicios siempre que seas capaz de mantenerlos ocultos a tus vecinos? ¿O la igualmente farisea, pero laxa, moral católica, a la que nunca importa lo que pasa, sino sólo que la información sobre lo que pasa fluya únicamente entre pares?

Tómense su tiempo si han decidido responder a alguna de estas preguntas: llevan enquistadas en el corazón mismo del sistema político en un régimen de libertades desde que éste existe. Lo que yo voy a tratar de explicarles no tiene ni mucho menos la trascendencia de esos interrogantes. Pero entronca con ellos y tiene importancia puesto que está pasando aquí y ahora; en el territorio que nos toca y con nuestros representantes por protagonistas. Y está teniendo consecuencias políticas.

El president de la Generalitat, Alberto Fabra, se separó de su esposa antes del pasado verano. Nada que no hayan hecho millones de españoles y nada que ponga en contradicción su discurso público con su proceder privado, puesto que, al menos de momento, el PP amenaza con devolver el aborto al ámbito de lo delictivo, pero del divorcio no ha dicho que vaya a tocar una coma. Si acaso, para los amantes de las estadísticas el dato sólo podría servir para reseñar que Fabra es el primer presidente que se separa de su mujer en pleno mandato. Pero como aquí hemos tenido presidentes que no han nacido en la Comunidad, o que no hablaban valenciano, o que no habían trabajado nunca de otra cosa que no fuera de cargo público, hay que concluir que lo que somos es una autonomía plural, cuya diversidad social y cultural se refleja, como no podía ser de otra forma, en la jefatura del Consell.

EN EL ESCENARIO. La cuestión, pues, no es esa. La cosa comenzó a complicarse inmediatamente después. Todos los dirigentes importantes del PP y miembros del Consell -sin excepción relevante- confirmaron enseguida que el president había iniciado una nueva relación con una persona de su gabinete, la hasta esa hora semidesconocida directora general Esther Pastor. Y fue entonces cuando Fabra cometió un error político de primera magnitud: colocó su vida privada en el centro del escenario, dirigiendo a ella todos los focos, al ascender en cuestión de semanas a Pastor, de directora general, a secretaria autonómica con mando en Presidencia. Pastor, que durante años se había mantenido en un discreto segundo plano como ayudante de Fabra, ha negado reiteradamente la existencia de otro vínculo c0n el jefe del Consell que no sea el de la amistad. Pero nadie en el PP le ha hecho caso, ni en Valencia ni en Madrid. Todo lo contrario: hubo quien la recibió en su nuevo cargo afirmando que Fabra la había hecho dueña del Palau; y quien directamente dijo que la había convertido en presidenta consorte. Sea de una forma o de otra, la equivocación ha provocado que el president esté desde ese día sometido a permanente chantaje y que la acción de gobierno, si la hubiera, se resienta aún más.

FENÓMENOS EXTRAÑOS. El Consell de Fabra está roto. Y a la breve gestión de Esther Pastor se le achaca justa o injustamente gran parte de la responsabilidad. Se le culpa del alejamiento entre el vicepresidente Císcar, con quien la secretaria autonómica no disimula su enfrentamiento, y el presidente. También del distanciamiento de consellers que antes eran fundamentales para el gobierno -caso de María José Catalá, de Máximo happy Buch o de Moragues-, y del compadreo con el conseller de Sanidad, Llombart, que no es nadie en el partido luego poco puede ayudarle a manejar el timón del barco. De decisiones sumamente polémicas, como la contratación de un coach o el despido fulminante del equipo de asesores con el que Fabra vino de Castellón y que ha sido sustituido por antiguos campistas con relación de amistad con la secretaria Pastor. No es extraño que el chascarrillo en el PP sea que el Palau es escenario de fenómenos paranormales: por primera vez -bromean- conviven dos presidentes -él y ella- y el fantasma de un tercero -Camps- deambula por las estancias resistiéndose a desaparecer.

Cuando tienes en tus manos el Diario Oficial de la Generalitat hay que ser extremadamente cuidadoso con cada paso que das. Y en una situación tan explosiva como la que vive la Comunidad Valenciana, era de prever que alguien como por ejemplo Rafael Blasco se interesara por el asunto, con el resultado por todos conocido a día de hoy: el sindicato de matarifes Manos Limpias presentando denuncias y un topo -o diez, o cien- filtrando documentos, poco relevantes pero muy escandalosos. Un juzgado investigando facturas de noches en encantadores hoteles de Alicante y Madrid y los yogures que se comen en el Palau a cuenta del erario público siendo portada de los periódicos. Vendrán más cosas, habrá más crujir de dientes. ¿Verdaderamente importantes? Feas, en todo caso. De las que, cuando la gente no puede pagar la hipoteca, sirven para arruinar cualquier carrera política.

Lo peor es que, con todo esto, el president Fabra ha demostrado una torpeza increíble y un desconocimiento del suelo que pisa más apabullante aún. En lugar de corregir el error cuanto antes, se ha puesto a buscar al emboscado que filtra los papeles incómodos de Presidencia, como si fuera el topo, y no la munición que él le ha regalado, lo importante. Como el remedo de Felipe IV en la novela de Torrente Ballester, Fabra está pasmado, pero en el mal sentido del término: no sabe cómo salir del entuerto y comete un yerro tras otro. En Fitur, esta semana, permitió que la filtración de la cesta de la compra del Palau se convirtiera en lo más destacado de su discurso. No se da cuenta de que eso es así porque las facturas las firma Esther Pastor y no cualquier otro funcionario. Y eleva la anécdota a categoría cuando proclama indignado, no sólo que hay una conspiración contra él mismo y contra la Generalitat, sino que responderá a ella ante quien debe: los jueces. ¡No, hombre, no! Responder, un político, siempre debe responder ante los ciudadanos.

MOVER FICHA. Como éste es el reino del dislate, los amigos de Fabra, en un intento de salvarlo con el que acabarán sin duda por hundirlo, exigían ayer por escrito que Pastor salga a dar explicaciones. ¿Por qué? Quien debe mover ficha es quien la nombró, y no ella. Creo, sinceramente, y no sé si algún día tendré que arrepentirme de esto que escribo, que Fabra es el menos retorcido políticamente de los inquilinos que en su historia ha tenido el Palau. Pero también es el que menos ha asimilado su rango. Por eso, aunque pudiera parecerlo, este texto no habla de la vida privada de Fabra, sino de su actuación pública. El president de la Generalitat nombra y destituye consellers y miembros de la Administración. Disuelve las Cortes y convoca elecciones. Diseña la política y la dirige. La Presidencia de la Generalitat es un órgano unipersonal y no puede compartirse. Ésa es su esencia. Y convendría que Fabra no lo olvidara, porque, si no, no le quedará nada.

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