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Juan R. Gil

Caza mayor

Las promesas sobre los imputados del PP son tramposas. ¿No van en 2015 pero mientras pueden gobernar?

Por qué un político imputado no puede encabezar una candidatura pero sí puede gobernar una gran ciudad, presentar con el respaldo de su partido una moción de censura para derribar un gobierno, presidir una infraestructura de primer orden o representar al pueblo desde un escaño? Esa es la cuestión que tiene atenazada la acción política del PP desde la pasada legislatura. Y ni las torpes maniobras de Serafín Castellano, ni las réplicas amenazantes de Castedo, ni los vaivenes de Císcar, ni la falta de decisión de Fabra pueden ocultar la realidad: que el debate sobre los imputados que el propio PP aviva de forma recurrente no proviene de ningún impulso ético ni regenerador, sino de las guerras cainitas que se dan en su seno y de los más elementales cálculos electorales.

No es cierta esa imagen que algunos se empeñan en presentar de que hay dos partidos populares: uno sucio y otro contrito que espera ansioso que lleguen las próximas elecciones para hacer una purga que expulse a los pecadores de la vida pública. No es real. A todos los bendijo Rajoy, y luego se lavó las manos como Pilatos. Lo que es verdad es que el PP está roto; luego no hay uno, ni siquiera dos: hay muchos. Pero las diferencias en sus filas se establecen en términos de lucha por el poder -el que tienen o el que les pueda quedar luego-, no de honestidad. No estoy diciendo que en el PP no haya corruptos -es una obviedad que sí-, ni que no haya gestores honrados -es otra obviedad que los hay-. Digo que no es ese el elemento diferencial que desencadena sus broncas. Ante una sociedad cuyas medidas de gobierno están contribuyendo más que ninguna otra cosa a destrozar, lo que hacen es pelearse por su propia supervivencia. En el PP no hay, hoy, más ley que la de la selva.

No sé cuál es el mensaje que quieren hacer tragar al ciudadano cada vez que alguno de sus dirigentes proclama, como un mantra, que en las próximas listas no habrá imputados. Vuelvo a la misma pregunta del inicio: ¿y por qué los que lo están siguen gobernando? No me hablen de que las actas son personales. Las actas sí, los cargos y las pertenencias a un partido no. El PP tiene 18 concejales en la ciudad de Alicante, tres por encima de la mayoría absoluta. Luego si tanto le preocupase que Castedo encabezara como imputada una lista, más le debería inquietar que continuara desempeñando la Alcaldía y, por tanto, los populares tendrían que haberle arrebatado el cargo, puesto que cuentan con los votos suficientes para ello. El ex jefe de la Diputación, José Joaquín Ripoll, ni siquiera ostenta un cargo electo, sino que preside el Puerto de Alicante, por voluntad de Alberto Fabra, pese a estar imputado. El número dos del partido, el mentado Castellano, carga contra Castedo mientras alienta una moción de censura en Orihuela para sustituir el gobierno existente por otro... plagado de imputados. El exalcalde Alperi, con dos causas abiertas, sigue en posesión de su escaño y Ricardo Costa preside incluso una comisión. Camps todavía tiene que declarar por su relación con Urdangarin, pero forma parte nada menos que del Consejo Jurídico Consultivo de la Generalitat. El exalcalde de Torrevieja resulta condenado en firme y aún no se ha conocido el contenido de la sentencia cuando ya piden el indulto para él los mismos altos cargos del partido o de las Cortes que hacen gracietas y le bailan el agua a ese cadáver político que esta semana se ha sentado en el banquillo, de nombre Rafael Blasco. Un Blasco al que, digan lo que digan, no echaron por estar bajo sospecha de saquear las arcas públicas, sino porque encima se puso retador y porque, a qué negarlo, tampoco es un pata negra de aquel PP de los primeros tiempos. Y así podríamos sumar y seguir hasta llenar varios periódicos.

Un político imputado, no por una mera denuncia de parte, sino tras una investigación judicial, debería, se ha escrito aquí muchas veces, dejar el cargo. Y eso no va contra la presunción de inocencia, sino a favor del derecho de los ciudadanos a ser bien gobernados. Si los partidos quieren garantizar la presunción de inocencia, en sus manos está legislar en el Parlamento para que quien resulte exonerado sea plenamente rehabilitado. Como lo está el crear las figuras legales precisas y dotar de los medios personales y materiales necesarios al aparato judicial para que los casos no se eternicen, sea por las artimañas de las defensas, por las intencionalidades políticas de las acusaciones, incluida la pública, o incluso por la ideología o la incapacidad de un juez instructor o una sala.

Todo ello son garantías de las que ellos mismos, los partidos, pueden proveerse, así que no tienen nada de que quejarse. Sin embargo, los ciudadanos carecen de armas para defenderse del desgobierno que suele acompañar a la imputación de un alto cargo. Cuando un imputado confunde su persona con la institución que dirige o dedica más tiempo a defenderse que a la administración de la misma; cuando su propio partido o los contrarios aprovechan la situación de debilidad para articular una maniobra de desgaste tras otra; cuando eso ocurre, digo, y ocurre siempre, es la gobernanza la que se paraliza y los ciudadanos los que pagan la factura. Por eso un imputado debe apartarse hasta que se resuelva su situación.

Así que déjense Castellano de coñas y Fabra de balbuceos. Si no han echado a Sonia Castedo no ha sido por garantizar ninguna presunción de inocencia, sino porque todavía tiene demasiada fuerza como para poder hacerlo. Con unas elecciones a la vuelta de la esquina que serán europeas, pero tendrán lectura local; con un partido descompuesto; con un vicesecretario general que trabaja para sí mismo en Valencia y un vicepresidente del Consell que hace lo propio en Alicante, sin que se atreva ni a ponerle bozal al uno ni a relevar, aunque quisiera, al otro; con Floriano -para echarse a temblar- como único confidente en Génova; con Montoro haciéndole perder pie todos los días y el resto de barones ninguneándole, Fabra apenas tiene margen de maniobra para batallas que vayan más allá de la de conservar su propio cuello, que no es poco. O sea, que apañados estamos.

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