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El deber de decidir

Artur Mas, sin vergüenza, ha asegurado en la India, que «el movimiento popular, transversal y pacifista que hay en Cataluña tiene referentes como Gandhi». Declaración mesiánica, objeto de burlas y chistes en redes sociales, que no es, sin embargo, baladí. Al contrario: para mí que obedece a la estrategia de perfilar la autodeterminación a golpe de heurísticos. Una maniobra con la que los gobernantes (de un lado y de otro) han colonizado los espacios mediáticos, con la esperanza de que la población oiga mucho y reflexione poco, más bien, nada. De ahí que, desde que se abriese el debate público sobre la pretendida secesión catalana, ninguna de las perlas lanzadas a la arena pública haya sido casual. ¿Por qué? Porque los políticos (y sus asesores) saben que, a menudo, la información y las emociones se manejan mediante «atajos cognitivos». Y saben que es especialmente cuando hay incertidumbre, cuando resulta más fácil provocar distorsiones de la percepción.

Comparar la periodísticamente bautizada «pasión de catalanes» y el movimiento de Gandhi es echar mano de una analogía, un principio heurístico. ¿Para qué? Pues para reproducir una respuesta (en este caso, el apoyo y la admiración) ante un estímulo que, aun siendo radicalmente distinto, se ha presentado como igual al anterior. Es una argucia. Y no es la única que se ha utilizado en la construcción pública de este tema. Al contrario, el discurso político (y el mediático) se han ido plagando de parodias para evitar argumentos, análisis y evidencias, serias, imprescindibles para adoptar decisiones libres.

El nivel de la elocución sobre el derecho a decidir constituye, a estas alturas, una verdadera ofensa a la inteligencia de la ciudadanía. El panorama de ruido y de desinformación al que nos enfrentamos es brutal. Gestos grandilocuentes (de unos) que se responde con negaciones sistemáticas y/o huidas (de otros) y con tópicos y reducciones de ambos. Ideal.

Sirva, como ejemplo, la reciente y «profunda"» discusión en torno al «seny». En su acepción de cordura, este término es el mantra de moda. El penúltimo en evocarlo ha sido el presidente Rajoy. «Espero que se imponga el seny» ha dicho, como si de la voluntad divina dependiese y nada tuviese que ver con él. A lo que el president Artur Mas ha contestado, solemne: el «seny no es renuncia». Es más, «a los que piden seny hay que pedirles tolerancia». Y, de rondón, Mas ha pedido también a los periodistas «que expliquen bien un proceso soberanista» que ni entre ellos se explican ¡Manda narices!

Montoro (¿cómo no?) dejaba otra joya, en la línea de la ley del hielo impuesta por su partido. En la sesión de control al Gobierno, Carlos Martínez Gorriarán le preguntaba por los planes del Ejecutivo sobre el referéndum. El Ministro, campante, sentenciaba: «lo que quieren los catalanes y los españoles es que los políticos resuelvan cosas prácticas». Vamos, que lo de la consulta y sus consecuencias debe ser una cuestión sobrenatural.

Señores, señoras: ha pasado más de un año desde que Mas animara a los partidos catalanes a pactar una hoja de ruta para la autodeterminación. En todo este tiempo, los españoles -incluidos los catalanes- hemos sufrido, y seguimos sufriendo, en silencio (como las hemorroides) el «derecho a decidir». Pese al alud de portadas, noticias y grandes titulares, nadie, ni del gobierno central ni del autonómico, se ha dignado a tratarnos como adultos y a documentar, con evidencias y seriedad, cuatro cuestiones básicas (y previas a cualquier discusión ulterior): ¿qué se quiere decidir? ¿qué se puede decidir? ¿en qué condiciones y con qué consecuencias exactas se va a decidir? ¿quién lo quiere decidir?

Se han publicado recientemente dos informes («El coste de la no España» y «Com Austria o Dinamarca: la Catalunya Possible»). Parece que, desde distintas perspectivas y con argumentos, pruebas y datos, abordan las consecuencias de una hipotética separación catalana en el contexto existente. Se necesitan más investigadores, a ser posible independientes, con evidencias y con juicios racionales, para proceder bien. Porque perfilar cuestiones públicas (muy relevantes) sólo a golpe de heurístico resulta peligroso y puede acarrear consecuencias. No lo digo yo. Lo dicen Kahneman y Tversky, los dos premios Nobel que introdujeron estos elementos en los modelos de toma de decisiones. Y es que al final, si este «guirigay» sigue así, los ciudadanos tendremos que asumir con respecto a todos los que lo protagonizan, de un bando y de otro, no un derecho, sino un deber de decidir.

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